Ella eligió para su omóplato derecho una ninfa violeta aleteando picaronamente sobre una ola difuminada en azul turquesa, pero el tatuador añadió y camufló un delfín dorado, escondido perfectamente entre la espuma blanca del mar. Era su firma de artista canalla. (Está muy harto de tanta treintañera egocéntrica de culito respingón)
Ella viaja en tren dos veces al día, de Mataró a Barcelona por la mañana y de Barcelona a Mataró por la noche. A la altura de Montgat, allí donde las vías casi rozan la playa, el vagón en el que va sentada empieza a humedecerse con un salitre travieso, se escucha el rumor sordo de un rompeolas invisible, y se presiente un chapoteo obsceno bajo los asientos.
Ella tendrá un sarpullido dulce y pigmentado sobre la espalda cada vez que baje del tren, pensará que es alérgica a los polizones sin ticket, a los senegaleses silenciosos. Pero se equivoca completamente, el delfín es el culpable de todo, que quiere escapar, como sea, del acuario epitelial, que se excita hasta enloquecer con los aromas mnemónicos del mar.