LAS ROSAS NO TIENEN JAQUECA

 

Ella atrae ciclones y tornados, y él tiene una tempestad dentro del pecho que no amaina.

Ella es una mujer duna, sigilosa y pacífica, y él es un hombre viento, aéreo e inseguro.

Conjugados serían una tormenta de arena.

 

Él es de esos tipos a los que no les gusta perder el tiempo en cosas fútiles, tales como beber hierbas cocidas o peinarse por las mañanas. Por eso toma café amargo y se corta el pelo cada dos por tres. En su barrio las barberías de toda la vida han ido falleciendo una a una, lenta pero inexorablemente. La culpa es de las peluquerías chinas que han arrasado como una plaga bíblica toda la periferia de Barcelona. Tiene su lógica: una chinita de mirada desorientada afeita una barba, da una limada de uñas y acaba con un triste final feliz chupándola por un precio ambiguo y negociable.

 

Ella es de esas mujeres que nunca responde a las preguntas, pero en cambio nunca renuncia a ellas, es como el Principito. Además no quiere estar al tanto ni del cómo ni del cuándo, todo lo reduce a la causalidad, al porqué. No concibe vivir lejos del mar y cierra los ojos cuando se ríe; ha conseguido descifrar el secreto de mantener la risa,  es bien fácil: cierra los ojos para no ver toda la mierda que nos rodea, así se puede concentrar en reírse de la vida.

 

Él mudó de barrio únicamente para encontrar un sitio donde le corten el pelo bien y a tijera, porque le tiene un pánico terrible a esas maquinillas eléctricas que se pasean por el cráneo con doscientos veinte voltios nerviosos y un molinillo de cuchillas alborotadas. Él es de esos hombres que es capaz de tutear al diablo pero contra los artilugios automáticos de lustre corporal se rinde.

 

Ella lo recibió como a cualquier cliente de su peluquería: conversación de compromiso, información básica del estilo de corte, hoy no va a llover, etc., y lo hizo pasar al lavadero de cabezas. Él aceptaba todas y cada una de las instrucciones, no reprobaba nada. Entró en el primer sitio que vio limpio y con un rótulo legible, simplemente quería que alguien de su mismo idioma le cortara el pelo y punto.

 

Fue sentarse en la silla y recibir el chorro de agua tibia en la cabeza cuando todo empezó a cambiar. Las manos de ella empezaron a recorrer el cuero cabelludo, los dedos separaban las hebras del cabello, masajeaban todos y cada uno de los folículos capilares, amasaban los mechones como si fueran harina y melaza, con sus movimientos ondulantes provocaba mareas y corrientes en el mar de pelo enjabonado, y lo mejor de todo fue experimentar aquellas sensaciones exclusivamente con unas manos ajenas lavándole la cabeza. La felicidad será algo parecido, fijo; tiene que ser la rehostia que te quieran y te hagan esto a menudo. Se dijo a sí mismo.

A él no le importó ni el olor a zotal del champú, ni la incomodidad de la silla, ni los reflejos en el techo de oropéndolas pretéritas.  A él le daba lo mismo que ella hubiera tenido el chocho plastificado de una Barbie sirena o el clavel reventón de Amarna Miller. A él le traería sin cuidado que ella hubiera sabido bailar como Shakira o que mantuviera conversaciones con la luna. A él solamente le importaba seguir teniendo el contacto de aquellas manos por siempre.

Los vientos errantes que recorren los océanos a veces se sienten solos y extrañan cosas así. Por eso en él se despertó un impulso animal.

 

Los animales se distinguen por la inercia de sus instintos, por no permanecer esperando el olor a humo que augura fuego.

  Se distinguen por sus costumbres nómadas, por no mantener clavados  los pies en la tierra como las flores.

 

Finalizado el arreglo de la testa él tomó prestado del mostrador un post-it y un bolígrafo mientras ella sellaba una de esas tarjetas de fidelización que casi nadie guarda. Garabateó algo y lo ancló justo donde ella pudiera leerlo.

          

déjame que te invite a un café, anda

 

Ella sonreía mientras se miraba el papelito amarillo, dejó pasar unos segundos antes de levantar los ojos. Una negativa o un silencio eran dos de las tres respuestas posibles, pero simplemente alargó la jodida tarjeta de fidelización y -con el mismo tono que hubiese utilizado para indicar al próximo cliente que era su turno- dijo: Mi teléfono está aquí, en la tarjeta.

El tono era neutro, la sonrisa y la mirada no.

WhatsApp y Benedetti hicieron el resto.

 

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11 comentarios en “LAS ROSAS NO TIENEN JAQUECA

  1. No has perdido ni perderás la seguridad que seguramente tenías cuando eras un niño y jugabas ahí nació tu encanto eterno. Que mezcla de mujeres en una sola peluquera, que bueno que todavía te quedan pelos jajajaja
    un berso y un veso

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    • Seguro que alguna vez te han regalado flores, y seguro que también te dieron el consejo de meterlas en agua con una aspirina.
      Ella no entendía la extraña paradoja de intentar sanar unas rosas (sentenciadas a morir desde el momento en que las cortan de su tallo) sumergiéndolas en agua con analgésicos. De ahí que él acabara admitiendo la sencillez del razonamiento: las rosas no tienen jaqueca.

      Saludos

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