BONNIE & CLYDE (II)

 

En el aeropuerto cada puerta de embarque tiene su propia guardia pretoriana: un vigilante privado con chaleco amarillo para trastear con el equipaje, un policía nacional con chaqueta azul para olisquear en busca de sustancias prohibidas y un guardia civil con gorra verde para compulsar los pasaportes. A ese tipo de personas les encanta su merchandising particular. Con los seguratas del supermercado y los porteros de los clubes ya tenemos traza, tú les sonríes ladeando un poco la cabeza y les susurras con tono pícaro: es inherente a tu empleo que compartas genética con Forrest Gump pero te falta carisma. Ellos no entienden ni papa y yo aprovecho para esconder bajo la chaqueta un paquete de seis cervezas o para saltarme el torno, pero aquí, en el aeropuerto, ellos van armados con un fierro de fuego y hay que andarse con cuidado, son palabras mayores.

Tú estabas convencida de poder colarnos, solamente había que estudiar sus movimientos y aprenderse sus rutinas. Para ti era muy fácil, para ti todo se basa en rutinas. Una vez que discutimos sobre el tema me acabaste convenciendo de tu filosofía.

La discusión fue básica, y a la misma vez profunda:

– ¿tú tienes la rutina de cagar cada día?

– Sí, a la misma hora más o menos, ¿porqué?

– Porque la vida es eso, una cagada tras otra diariamente.

Por suerte para todos, menos para el niño, no te apetecía pasarte el resto de la tarde vigilando a los vigilantes, y nos fuimos al centro comercial a pedir tabaco. Los viajeros que esperan embarcar salen a fumar a los accesos de las tiendas, las leyes han cambiado y ya no dejan fumar dentro.

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Una señora alta, con vestido largo, pulseras de plata y gafas de sol fumaba unos cigarrillos mentolados que olían muy bien, a mí se me antojó enseguida probarlos y le pedí dos, uno para mí y otro para ti. La señora ni se sacó las Vogue para mirarme, me mandó a la mierda en cuatro palabras y empezó a renegar de cosas que no venían a cuento, que si la sociedad hace aguas, que si el maldito sistema bipartidista favorece a gente como nosotros, que si sería mucho mejor menos subsidios y más mano dura, y otras absurdeces por el estilo.

Detrás de la señora permanecía sentado sobre una maleta Louis Vuitton un niño de seis o siete años, su hijo, que siguió con atención la escena sin dejar de jugar con un Iphone 5 de color amarillo. Yo insistí a la señora en la cuestión de los dos cigarrillos y tú susurraste algo al oído del niño. Luego se dejó coger de la mano y entraste con él al centro comercial. Yo me olvidé del tabaco y os seguí.

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-¿Qué le has dicho a crío para que se venga contigo?

– Que me sé un truco para pasarse enterito el Candy Crush.

-¿De verdad te sabes un truco?

– Claro. Nunca hagas caso al juego. Si te indica que juntes tres salchichas rojas vete a por las bolitas azules o los cuadraditos verdes ¿No has visto la cara de puta que tiene la niña que sale entre nivel y nivel? Está ahí para engañarte, para sacarte el dinero.

Muchas veces llegué a pensar que eras clarividente, que podías ver la sencillez de las cosas con solo pasar una mirada sobre ellas.

El niño nos seguía sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono, de vez en cuando le decías que caminara más rápido y el obedecía. Le llamabas Macaulkyn porque era rubio y medio bobo. En su medallita de San Jorge estaba grabado por detrás el nombre de Samuel y por megafonía anunciaban que se había perdido un niño, con las características del que nos acompañaba, que atendía por el nombre de Roger. ¿Se habría perdido otro niño, o Macaulkyn tenía varios nombres? Nunca lo supimos.

 

BONNIE & CLYDE

 

El sábado por la tarde robamos un niño en el centro comercial del aeropuerto.  No era nuestra intención cuando llegamos allí  pero a veces las cosas no salen como uno quiere.

Weekend y tan pelados como siempre, sin dinero para nada, ni para fumar ni para beber. La calle nos axfisiaba, no sabíamos hacia dónde ir ni qué hacer. Cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo, murmuraba Nati la frutera cada vez que nos veía pasar. Por eso cogimos prestada la moto de tu hermana y enfilamos la autovía en dirección al aeropuerto; durante el trayecto te escuché decir a través de la sordina de los cascos varias veces la palabra nafta.

La idea de aquel sábado era colarnos en un avión que me llevara a Cuba o a la Florida, a Venezuela no, a Venezuela jamás. Tú habías prometido llevarme.

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El verano pasado entramos una noche de viernes en una sala de merengue porque yo estaba obsesionado con tirarme a una latina, y tú me aseguraste que aquel era el sitio apropiado, que si allí no lo conseguía mejor sería que me olvidara y siguiera pajeándome con el vídeo de Maluca. La música de Calle 13 perreaba a todo volumen por los altavoces y hacía un calor del copón, el garito olía a lejía, a macho, a perfume de supermercado.

Mientras te dejabas invitar a cervezas y a mojitos -imagínate, una rubia natural con el pelo liso que fuma echando el humo por la nariz era todo un caramelo para aquella tropa de reguetoneros- yo le entraba a todas las morenas que me cruzaba, pero esos dominicanos pelones, con sus gorras de béisbol y sus pantalones caídos, están como para que los encierren, son perros rabiosos que me enseñaron los dientes un montón de veces, están todos locos, que si la banda, que si las jerarquías imposibles, que si la corona en la mano, que si tatuajes misteriosos, están  todos muy pasados.

Al final, ya de madrugada, tú estabas muy borracha, pero tenías una manada de aquellos perros a tu alrededor y estabas enseñándoles a liar con una sola mano; ese truco es mío, te lo enseñé yo, te enseñé a astillar un poquito de chocolate con una mano mientras todos miran la otra. Por mi parte yo había conseguido que una venezolana se viniera conmigo a los baños, era fea y repolluda, pero tenía muchísimas curvas.  Me la estaba pinchando apoyada en la puerta del retrete pero algo no iba bien, ella no paraba de decir papito papito, y eso me ponía de los nervios. Maluca y su Tigueraso fueron como una señal para mí, empezaron a sonar con demasiados decibelios y la peña se volvió más loca de lo que estaba. Durante un segundo miré a la venezolana a la luz del fluorescente y fue una visión patética: era más fea y más rechoncha que antes, sudaba, reía con una boca asquerosa, tenía el sujetador arremangado entre el cuello y el hombro, una teta por fuera del vestido fucsia y las bragas a medio bajar. La dejé allí. Yo ya la tenía fuera y me estaba quitando el condón pero ella seguía repitiendo papito papito; me fui antes de correrme, no soportaba esa falsa cantinela. Debe ser la única venezolana esperpéntica de todo el mundo que nunca podrá presentarse a un concurso de mises.

Desde aquel día ya no sueño con la boquita de Génesis Rodríguez ni con el culazo de Sofía Vergara.

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El día antes de robarnos el niño te habías quedado hasta las tantas viendo la tele: noticiarios, anuncios, concursos, teleseries americanas, y hasta una peli argentina que yo te recomendé pero que a ti no te gustó. Nueve Reinas. En esa peli aprendiste una nueva palabra, y cuando tú aprendes una palabra la utilizas continuamente hasta que la gastas, o hasta que encuentras otra que te fascine más. Sé que lo haces porque tienes envidia de mí, tienes envidia de que yo he leído más cosas que tú, yo sé más palabras nuevas que tú. Pero nunca te lo he restregado por la cara, tu sí.

De camino al aeropuerto llegué a escuchar esa palabra diez o doce veces: “No sé si tendremos bastante nafta, el depósito anda justito de nafta, no tenemos dinero para nafta, habrá que parar y robar un poco de nafta.”

 

 

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