EL CÍRCULO

A veces el círculo era ella, otras veces era yo, aunque nunca llegamos a coincidir los dos en uno mismo. Olvidado estaba el período de la creación del círculo; empezó a formarse hace mucho tiempo, muy lejos, y con la distancia no se apreciaba su fino contorno, que ya pudiera estar fabricado de ladrillo entrecruzado o dibujado con fina tiza escolar. No me dí cuenta de su presencia hasta que me encontré dentro de él. Al principio lo confundí con el tiempo, creía que el círculo era el pasado y que lo recordaba a medida que me alejaba; también se me presentó como el futuro, enclaustrado en su redondez, y que yo debía alcanzar para vivirlo y liberarlo. Llegó a ser tan nítido y, a la vez, tan difícil de definir.

Pero en el principio de los círculos estábamos y yo, engañándonos con eclosionar en nuestras prisiones. Me odié por no poder entrar dentro de tu círculo. Aprendí a moverme dentro de mi desierto acotado para aproximarme a ti. Acumulé tanto rencor que incluso pensé en matarlo, ignorando que mi círculo era mi vida.

Lo peor era cuando los círculos se superponían pero no llegaban a fundirse, hasta que acepté que cada uno pertenecíamos a círculos distintos, plurales, un círculo diferente para cada uno. Diferente en verbo, diferente en tamaño, diferente en voltaje, nuestros círculos giraban y giraban en espiral para volverme loco.  Mi círculo se hacía inmenso para hacerme creer que ya estaba fuera de él, y corría irrealmente para poder llegar hasta el tuyo, sin saber que nunca saldría del mío.

Los círculos me han perseguido desde pequeño, desde que aprendí a diferenciar los colores y las formas. Las aristas y los vértices de cualquier objeto permitían un punto de sujeción para retenerlos. Pero en cambio el círculo, o las esferas, se hacían esquivos a mis pequeñas manos y desistía de su amaestramiento.

La obsesión por lo redondo es perpetua: los donuts, las canicas, las bolitas de anís, el cero de la bandeja de entrada. La mayoría de las letras de cualquier alfabeto poseen círculos o porciones de ellos, las monedas son redondas desde las fechas de los reyes consuetudinarios. Los ciclos lunares, las ruedas que mueven la historia del mundo, el volante de mi coche, las pupilas de tus ojos, los anillos matrimoniales, el final rosado de tu pezón, los balones de fútbol, este fatigado planeta, incluso tu culo apretado por esos tejanos es bastante redondo. Todo posee relación con el círculo.

Con el paso de los siglos, aprendí a dominarlo, hacerlo girar en tu orbita, hacerlo crecer para avasallar a otros círculos, hacerlo disminuir para camuflarme y espiarte, hacerlo bailar como un tiovivo, hacerlo parar como el sol incandescente de un mediodía sureño. Engañarlo, mentirlo, crearlo y variarlo en un juego infinito, formar parte de ese círculo con todos mis átomos, abandonarlo con todo mi desprecio para no llegar a formar parte de su identidad, cambiar el valor del número µ (Pi) para no poder calcular nunca su área. Cuando todos los movimientos y efectos de mi círculo provenían de mi voluntad, fue en ese momento cuando decidí acabar con él, aún sabiendo que no te volvería a ver más.

Logré agrandar el diámetro de mi círculo infinitamente, hasta que su radio fue  proporcional al tiempo que se tarda en deletrear mil veces las dos letras que componen tu nombre. Lo tuve algunos días engañado con su enormidad. Luego cambié la estrategia: fui llamándote a distintas velocidades, encogiendo inversamente y a la misma vez su perímetro, que se ceñía concéntricamente, en cada reducción, a mi cuerpo. Hasta la última vez que (rápidamente) te pronuncié. Entonces el agonizante círculo solo fue un punto -¿redondo?- que había desaparecido junto a ti cuando ya había estrangulado mi cuello.

Por círculos de los círculos, amén.

NOTA: hay otra versión de este texto, primaria, canalla y espontanea, donde no incluí las tres primeras letras de la palabra que tanto se repite.

Obvio que no aprobé geometría, me pasé todo el semestre mirando el círculo de la profesora.