REVISIONISMO HISTORICO

spoiler

La Reina Madre de Inglaterra, Elizabeth Alexandra Mary Windsor, nonagenaria reciente y adicta a sorber el humor de los alambiques, soberana absoluta de las islas británicas, del Reino Unido, de la Gran Bretaña, de la Commonwealth y de medio centenar de territorios desparramados  por los siete mares.

La Reina Madre de Inglaterra, Isabel II, primogénita de los duques de York, heredera indirecta de todo el genoma defectuoso -habido y por haber- acumulado durante dieciséis generaciones de Tudor, Hannover y Estuardo, gobernadora suprema de los anglicanos, de los puritanos del gin de enebro y de los diáconos de la cerveza turbia.

La Reina Madre de Inglaterra se dejó romper el culo un viernes noche a punto de clarear el sábado.


Amaroo Heng Johnson, indigente ocasional de los suburbios de Brisbane, en la región australiana de Queensland, mendigo invisible en la puerta de los Starbucks, rebuscador de comida en los callejones traseros de los restaurantes fast-food, temeroso de la policía armada con pistolas taser, de los yonkis con síndrome de abstinencia y de los adolescentes rubios y xenófobos.

Amaroo Heng Johnson, homeless circunstancial desde los treinta y tantos a causa de los efectos colaterales de dos divorcios intensos, de una ruina laboral por culpa de los créditos supbrime inventados por Bernard Madoff, y de medio ictus traicionero que le desfiguró para siempre la parte izquierda de su mal rematada cara de aborigen.

Amaroo Heng Johnson había sido designado por extraña casualidad para romperle el culo a una viejita que vivía en el otro hemisferio.


La desfloración anal se emitió por la BBC en directo y sin pausas publicitarias a las tantas de la mañana hora británica, pero coincidiendo con el prime time australiano.

Un típico taxi londinense llevó al aborigen desde la zona aeroportuaria de Gatwick hasta los estudios televisivos en Marylebone High Street. El jet lag del viaje indujo a que Amaroo echara una cabezadita corta e improvisada. Fue en ese momento cuando entró en contacto con Tjukurpa (el tiempo del sueño) y le fue revelado el misterio de la vida y de la muerte. Le fue revelado el secreto de su misión en este mundo.

Ciento cincuenta años antes una tía abuela de mirada interestelar, Truganini Lallah Rookh, última mujer aborigen de Tasmania, se había dedicado en su lecho de muerte a invocar a Tjukurpa, a Wanamangura, a Takkan y a Kajura (el tiempo del Sueño y las tres serpientes Arcoíris) e infiltrar un conjuro en el descanso nocturno de todos sus descendientes a través de una sola frase “hay que dar por culo a la corona tanto como la corona nos ha dado a nosotros”, refiriéndose a las barbaridades, masacres, vejaciones y genocidios que la Union Jack había perpetrado desde que desembarcaran en Oceanía.


El protocolo de la ceremonia de desagravio exige una presentación previa de la reo y el verdugo. Ningún miembro de la tribu de los luthigh sería capaz de actuar contra nadie sin un conocimiento cara a cara.

Un famoso animador irlandés de late shows hizo labores de edecán, puso frente a frente a los dos, pronunciando en voz grave los nombres y apellidos de ambos. El aborigen con su nombre indígena, un apellido nativo y otro bastardo. La Reina Madre, con su nombre de pila y su nombre regente, con sus doscientos catorce apellidos aristocráticos, algunos de ellos cambiados a través de la historia por intereses  políticos o sucesorios.

Encantado, susurró Amaroo Heng Johnson

Besos no, respondió, Isabel II,  emulando aquellas prostitutas de la época de Jack the Ripper, que tenían pánico al contagio de la gripe española a través del aliento de los lores.

Después un plano picado de la estancia, de la cama, del tocador lleno de los accesorios acostumbrados: crema lubricante, condones, toallitas húmedas, clínex de color salmón, espermicidas que no fueron necesarios, dilatadores anales que tampoco se utilizaron, etc.

El resto de la escena es fácil de imaginar.

 

N del A; Desde aquel día una ola de terror azota diferentes monarquías. Los Borbón-Anjou españoles, los Grimaldi monegascos, los Orleans-Bonparte franceses, los Saboya italianos y casi todos los reinos que se dedicaron a expoliar territorios de ultramar, han adquirido la costumbre de no dar nunca la espalda a un extraño. Están acostumbrados a deslealtades, felonías y traiciones cortesanas, pero no desean que les peten el culo de un pollazo judicialmente consentido para subsanar las barrabasadas cometidas por sus antepasados.

 

BONNIE & CLYDE (y III)

 

– ¿A dónde viajabas con tu mamá?

– No lo sé. Al mar, como cada año

– Entonces te llevaré al mar. No te preocupes, iremos al mar.

Yo no iría nunca a Cuba ni a la Florida, ni siquiera a la jodida Venezuela, pero el puto niño sí que llegaría hasta el mar, porque cuando tú decías “no te preocupes” era palabra sagrada, era como decir que el mundo es redondo.

Sentamos al niño en la moto, en medio de nosotros dos, no teníamos cascos para los tres pero su cabecita quedaba protegida entre mi pecho y tu espalda. Creo que se durmió nada más entrar en la autopista de la costa a pesar de la mala posición y del runrún de la Suzuki Van Van.

Conducías concentrada a 80 o a 90 y no nos cruzamos ni un coche de la poli en mucho rato. Debían estar ocupados buscando a un niño rubio medio bobo por el aeropuerto. Yo cavilaba sobre nuestra situación y en todo lo que se estaba torciendo por momentos, aquella noche de sábado no debía terminar de aquella manera, con tu hermana cabreada como una mona porque le habíamos cogido sin permiso la moto, con el culo que me dolía de tanto rato ir de paquete, con los brazos tiesos de sujetar a un niño para que no se cayera y la cosa se jodiera del todo, y con un niño robado, sobre todo con un niño robado

Paraste en una gasolinera de esas que parecen una boutique, de esas que tienen de todo, de esas que cuando descuelgan la manguera una voz de locutora de radio te dice qué tipo de carburante has elegido y cuando has terminado te da las gracias y te recuerda que ellos siempre tienen mejor precio que la competencia. Sonreíste antes de decir separando las silabas “nos-que-da-mos-sin-naf-ta”, y sonreíste porque habías utilizado tu palabra adecuadamente, tu palabra recién aprendida.

– pero no tenemos dinero, no puedes llenar el depósito.

-Déjame a mí…

Y te metiste en la tienda en busca del empleado, vi como le hablabas con la cabeza un poco ladeada, con ese gesto que utilizas cuando quieres algo o cuando no quieres algo. Nunca habíamos atracado una gasolinera, por lo menos yo, y no sé si tú lo habías hecho alguna vez. Sí que habíamos robado ropa, y bebida, y música, y cosas que nos gustaban, pero nunca habíamos atracado a nada ni a nadie. Era muy mala idea atracar una gasolinera, sobre todo porque llevábamos un niño robado con nosotros.

Saliste contenta y metiste la manguera del surtidor en el depósito. La máquina empezó a escupir su líquido. El empleado nos miraba desde la cristalera e hizo un gesto cuando el tanque se llenó, sus ojos tenían luz. Era un marroquí joven de pelo rizado y dientes picados, de piel tiznada. A ti siempre te han gustado ese tipo de hombres, a los que puedes putear sin remordimientos porque la vida les ha puteado mucho más y sabes que lo tuyo no le hará el mínimo daño.

-¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo lo has enredado?

-Fácil. Ese morito se hubiera comido, si se lo llego a pedir, un cubo de tocino por el Iphone 5 amarillo.

-El niño tendrá llantera en cuanto se percate, apuesto lo que quieras. 

-Y ahora ¿qué hacemos?

Eso es lo más me cabrea de ti, tu manera de desprenderse de los problemas, así, como quien no quiere la cosa; yo te seguía a todas partes, yo me dejaba enredar en todas tus locuras, yo nunca protestaba aunque presagiara tormentas de la ostia, y cuando tu ya te aburrías o te cansabas del juego descargabas tu responsabilidad sobre otro, sobre mí. Usabas el plural a tu conveniencia, a tu antojo.

Estaba enfadado, me puse muy serio y me negué a seguir, estaba hastiado de llevar a un niño robado, no éramos Bonnie y Clyde, ni deseaba acabar como ellos,  yo me quería volver a casa, me tumbaría a escuchar música, me fumaría algo que tenía de reserva en el bote de las monedas y me olvidaría de la venezolana, del niño y de la mierda de sábado. Te dije todo eso del tirón para que no me interrumpieras. Al acabar solamente sonreíste y me lanzaste un beso al aire. Entonces acunaste al niño en tus brazos con mucho cuidado para que no se despertara y lo llevaste hasta la tienda de la gasolinera. Volviste a ladear la cabeza, volviste a engatusar al marroquí, aunque ya no tenías nada que ofrecer a cambio de no sé qué. Te vi meterte la mano por delante del pantalón, como si te picara el coño, y luego te vi pasarle algo al moro. ¡ Claro ! ¡ Ahí es donde te guardas la tuja ! Joder, el hachís que sisaste a los dominicanos, jajá. Eres la polla.

 Luego saliste sin el niño.

-Mañana Mohamed subirá a Makaulkyn en un autobús que lo lleve a la playa. Vámonos.

Y volvimos a montar en la moto con suficiente nafta para regresar a casa.

Al incorporarnos de nuevo a la carretera miré el cartel luminoso de la marquesina de la gasolinera. Era uno de esos en los que las letras se auto escriben y corren de derecha a izquierda. Y comprendí en ese momento el significado de aquel sábado, de la vida, te comprendí a ti, a mí.

El rótulo era un bucle que se pude leer varias veces en un minuto: Gracias por su visita.  La estación de servicio de ALQUERIES DEL NEN PERDUT les desea feliz viaje.  Conduzca con cuidado.

 

ALQUERIES DEL NEN PERDUT

pincha para que se haga más grande

 

 

BONNIE & CLYDE (II)

 

En el aeropuerto cada puerta de embarque tiene su propia guardia pretoriana: un vigilante privado con chaleco amarillo para trastear con el equipaje, un policía nacional con chaqueta azul para olisquear en busca de sustancias prohibidas y un guardia civil con gorra verde para compulsar los pasaportes. A ese tipo de personas les encanta su merchandising particular. Con los seguratas del supermercado y los porteros de los clubes ya tenemos traza, tú les sonríes ladeando un poco la cabeza y les susurras con tono pícaro: es inherente a tu empleo que compartas genética con Forrest Gump pero te falta carisma. Ellos no entienden ni papa y yo aprovecho para esconder bajo la chaqueta un paquete de seis cervezas o para saltarme el torno, pero aquí, en el aeropuerto, ellos van armados con un fierro de fuego y hay que andarse con cuidado, son palabras mayores.

Tú estabas convencida de poder colarnos, solamente había que estudiar sus movimientos y aprenderse sus rutinas. Para ti era muy fácil, para ti todo se basa en rutinas. Una vez que discutimos sobre el tema me acabaste convenciendo de tu filosofía.

La discusión fue básica, y a la misma vez profunda:

– ¿tú tienes la rutina de cagar cada día?

– Sí, a la misma hora más o menos, ¿porqué?

– Porque la vida es eso, una cagada tras otra diariamente.

Por suerte para todos, menos para el niño, no te apetecía pasarte el resto de la tarde vigilando a los vigilantes, y nos fuimos al centro comercial a pedir tabaco. Los viajeros que esperan embarcar salen a fumar a los accesos de las tiendas, las leyes han cambiado y ya no dejan fumar dentro.

———-          ———-          ———-          ———-          ———-

Una señora alta, con vestido largo, pulseras de plata y gafas de sol fumaba unos cigarrillos mentolados que olían muy bien, a mí se me antojó enseguida probarlos y le pedí dos, uno para mí y otro para ti. La señora ni se sacó las Vogue para mirarme, me mandó a la mierda en cuatro palabras y empezó a renegar de cosas que no venían a cuento, que si la sociedad hace aguas, que si el maldito sistema bipartidista favorece a gente como nosotros, que si sería mucho mejor menos subsidios y más mano dura, y otras absurdeces por el estilo.

Detrás de la señora permanecía sentado sobre una maleta Louis Vuitton un niño de seis o siete años, su hijo, que siguió con atención la escena sin dejar de jugar con un Iphone 5 de color amarillo. Yo insistí a la señora en la cuestión de los dos cigarrillos y tú susurraste algo al oído del niño. Luego se dejó coger de la mano y entraste con él al centro comercial. Yo me olvidé del tabaco y os seguí.

———-          ———-          ———-          ———-          ———-

-¿Qué le has dicho a crío para que se venga contigo?

– Que me sé un truco para pasarse enterito el Candy Crush.

-¿De verdad te sabes un truco?

– Claro. Nunca hagas caso al juego. Si te indica que juntes tres salchichas rojas vete a por las bolitas azules o los cuadraditos verdes ¿No has visto la cara de puta que tiene la niña que sale entre nivel y nivel? Está ahí para engañarte, para sacarte el dinero.

Muchas veces llegué a pensar que eras clarividente, que podías ver la sencillez de las cosas con solo pasar una mirada sobre ellas.

El niño nos seguía sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono, de vez en cuando le decías que caminara más rápido y el obedecía. Le llamabas Macaulkyn porque era rubio y medio bobo. En su medallita de San Jorge estaba grabado por detrás el nombre de Samuel y por megafonía anunciaban que se había perdido un niño, con las características del que nos acompañaba, que atendía por el nombre de Roger. ¿Se habría perdido otro niño, o Macaulkyn tenía varios nombres? Nunca lo supimos.

 

DIEZ PALABRAS PARA LOLA

SECULAR – INCORREGIBLE – PERENNE – CHIVATO – LISIADO – TIROTEO – CONSIDERADO – ALIJO – OLVIDO – GENITAL

Lola llegará a ser una Mata Hari de suburbio, quizás también pueda aspirar a convertirse en una viuda negra de los arrabales. Desde adolescente estaba predestinada a tener la brújula cardiovascular desimantada porque creció entre mordiscos y ladridos; muy pronto se hizo mujer de falda corta, culo alto, piel caribe y unos ojos de gata que en ocasiones son transparentes y puedes ver el rodar del mundo a través de ellos. Tiene mala suerte escogiendo medias naranjas ya que posee el defecto incorregible de encariñarse con quien no debe. Dicen en la familia que toda la culpa es de un bisabuelo loco, vikingo, borracho, blasfemo, hereje y embustero. Aquel pariente lejano se pasó media vida masticando luciérnagas excitadas, pensaba que así iluminaría su interior y encontraría la paz. La palmó de una intoxicación luminosa en las tripas, pero involuntariamente mezcló su ADN con el de los insectos y ahora, varias generaciones después, Lola tiene el gen testarudo de los mosquitos, el impulso suicida de los tábanos: parece una de esas polillas que chocan continuamente con las bombillas de las farolas, una y otra vez, aunque se quemen, aunque mueran a fuerza de darse cabezazos contra una falsa luna incandescente.

Su historial matrimonial así lo demuestra:

Primero fue un croupier de taberna, trasnochador y matemático; el manejo que demostraba con los naipes la hacían desear esos hábiles dedos tamborileándole en el sitio justo por donde se le mete la costurita del tanga, sobre su baraja cuatrilabial, pero el tipo era más de comer plátanos que de pelar kiwis. Tardó poco en darse cuenta: la primera –y única- vez que inauguraron la alcoba se encontró con plumas de colores flotando en el aire y con todos los armarios abiertos de par en par. En el mar de los ojos de Lola se divisó un naufragio inesperado, un rumor de maderas quebradas y un bello mascarón de proa ahogándose.

Más tarde se amarró a un capo mafioso, antítesis del primero: analfabeto afectivo, buscador de la muerte en cada negocio, funámbulo sordo de la vida. Fueron tiempos de champagne y humillaciones, de astracán y desalojos. Todo principio tiene su final y un soplón (chivato policial) desencadenó la caída de aquel emperador barriobajero: tras un tiroteo con los sicarios gubernamentales quedó lisiado de por vida, un (des)considerado proyectil hizo diana en su escroto y ahora el croupier y el mafioso pertenecen a la misma asociación, un club muy meti-culoso. Lola no lloró y detrás de sus pupilas aparecieron pasarelas y ciudades desmoronadas a traición, como si un terremoto nocturno se la tuviera jurada.

El tercero (en discordia) fue un viajante solitario que la encandiló con promesas de llevarla a países recién dibujados, a lugares donde el clima es elegido por el visitante, oasis de fiesta perenne, de permisión total, de pulsera vip con todo incluido. Ella creyó palabra por palabra; en cada nueva revelación una noche de colchón, en cada quimera futura un amor de urgencia en la toilette del aeropuerto. Pero la pirámide se derrumbó el día que -amorosamente- quiso deshacer su maleta tras uno de los viajes, descubriendo que no transportaba fábulas de paraísos tropicales ni algoritmos de latitudes atlánticas, en su lugar guardaba un alijo de bragas ajenas (trofeos o fetiches, vete tú a saber). Lola abrió sus enormes ojos, quería lograr a toda costa que se le borraran las polaroids de desiertos lluviosos, de glaciares derretidos en chocolate caliente, de mentiras y más mentiras.

Ahora anda medio liada con un imaginante fronterizo que memoriza novelas de tres líneas, que es iconoclasta por naturaleza, que no venera ningún ídolo, ni divino ni secular, que abjura de cualquier imagen italiana que represente el más allá. Es un hombre que sueña en papiamento, que habla spanglish y que firma en español. En los ojos felinos de Lola se adivina un campo de amapolas donde –de momento- los vientos juegan al tres en raya.

Lola no quiere leer el libro nonato que él está escribiendo. Lola tiene bastante en recontranegarse a dejar caer en el olvido un tuit orwelliano que siempre recordará: El corazón es mi puta preferida.

Si yo pudiera mirarla en este momento directamente a los ojos vería un galeón pirata con todas sus lombardas dispuestas a cañonear lo que sea, a quien sea, incluso a ella misma.


Filmografía: Der blaue Engel, Marlene Dietrich.

Banda Sonora: Una historia de Alvite, Ismael Serrano.

Libro de cabecera:  María Dos Prazeres, (séptimo cuento peregrino) G. García Márquez.

SOUVENIR

En cada regreso te traía un regalo-soborno: un llavero de piel italiana (vera pelle) a cambio de una de mis mentiras, una taza de café sin cucharilla a cambio de una de mis historias de una noche, una postal con atardeceres trucados a cambio de una factura de hotel con habitación doble y desayuno incluido.

La ilusión de tu cara, frente mis cachivaches baratos, superaba mi arrepentimiento y enmendaba mi degradación.

Tú nunca me regalaste nada, tampoco viajabas mucho, pero cuando volviste de Washington y llegaste vestida con aquella T-shirt, supe que me habías derrotado.

El slogan de la camiseta, seriegrafiado en naranja sobre fondo negro, era premonitorio: The future is in mi pussy. Find it.