Que el amor no existe, es de cajón; que huele y sabe a mierda, todo el mundo lo ha comprobado. Entonces por qué te obsesionas en preguntarme si te quiero.
Nunca elijo las palabras cuando hablo o cuando escribo. Un bocazas o un aventurero, según se mire. Por eso es mejor que no me sigas preguntando, no vaya a ser que un día (harto de tu interrogatorio) te diga que sí, que te quiero, que te amo, que me bebo tu aliento, que me como tus suspiros. Entonces se acabará todo.
Y más ahora, que veo como los almanaques avanzan imparables, como si utilizaran combustible nuclear. No tengo tiempo de cambiar locura por cariño.
Como aquella otra compañera de colchón que me echaba en cara que nunca le escribía nada, que solamente me inspiraban los fracasos y los desagües, los culos ajenos y los desastres propios.
Insistió tanto que al final le escribí mi epitafio: te prometo que es mentira todo lo que te prometí.
Un minuto después vació sus cajones de bragas y mi billetera de dinero, lleno su bolso con recuerdos y mi portátil con virus, llamó a un taxi con su teléfono y a su amiga de Washington con el mío.
Ahora vive con un tipo que seguramente tiene todo más grande: la casa, el coche, el ego y hasta la polla. Sobreviví al desahucio inverso, aunque me quedó una fobia a las frases de dos palabras, como la de su despedida: ¡¡ jódete cabrón !! (1)
(no se merecía ni que le escribiera un pos-it fosforito en la nevera)
(1) Creo que desde entonces me viene la manía de duplicar verbos y adjetivos, para evitar frases binarias.