LA NO TRAGEDIA DE LOS LUNES

a Paula, que necesita agua.

—»Todo bien, no te preocupes» disparó a quemarropa con aquellas balas cargadas de mentira—

 

Los lunes no serán abismo ni tormenta, siempre y cuando ella abra su bolso y se encuentre dentro las mismas tres cosas que metió el viernes por la noche: medio paquete de Winston blando con restos de tuja en el chivato, el Samsung recién cargado y un sujetador azul.

Amanecer un lunes sin bragas después de un weekend nocivo y desequilibrado es asumible. En cualquier Primark se pueden comprar  tres por 5€. Pero lo que ella no puede consentir es regresar a casa sin tabaco para capear el insomnio, sin el sutién azul que tanto le gusta, y sin el móvil con sus miles de atardeceres fotografiados,

La gente se vuelve muy dramática con eso de que la semana empiece en lunes, pero ella sabe que alguien o algo los ha puesto ahí precisamente para evitar que el desmadre iniciado un viernes por la noche pueda acabar con la humanidad.

Ella a la vida no le pide mucho, sería una pérdida de tiempo y un derroche de fe reclamar imposibles que nunca se conceden. En cambio a las personas sí que les exige, sobre todo a los hombres. El hombre, ese animal tan fácilmente destruible por dentro y por fuera.

A un hombre le pide tres cosas: la primera es que beba café amargo, todo lo más que lo rebaje con un chorrito de ron o con dos cucharaditas de pólvora; la segunda es que sepa diferenciar entre los azahares de Miguel Hernández y los quebrantahuesos de Nicanor Parra; y la tercera, pero no menos importante, es que le sepa trabajar bien el coño.

Y con esas tres premisas tiene clasificados a sus amantes, aunque los diferencia en grupos de edades. De veinte a treinta años son los más desastrosos; fantasmas, bufones, inexpertos, bocachanclas, fanfarrones, etc. De treinta a cuarenta mejoran un poco pero no mucho, les puede su inseguridad, su falsa audacia, su miedo permanente de no estar a la altura, sus ganas atropelladas de seducirla, ni siquiera advierten que han sido ya seducidos por ella. Y de cuarenta en adelante tiene que elegir con mucha cautela.

La mayoría del tercer grupo solo cumplen dos de sus tres condiciones, pero si afina un poco todavía encuentra alguno que no ensucie el café con stevia o ciertos edulcorantes novedosos, alguno que no solamente lea diarios deportivos ni se crea un entendido en coaching, mindfulness, lifetraining o alguna de esas mierdas en inglés, alguno que se le dé bien comer el coño, o por lo menos que sea perseverante. La única pega, y este es un gran error cometido por la mayoria, es que se enamoran. Están tan jodidamente solos que se enamoran en el primer polvo, y a ella eso le saca de quicio.

 

Si tú la luz te la has llevado toda,

¿cómo voy a esperar nada del alba?

Y, sin embargo –esto es un don-, mi boca

espera, y mi alma espera, y tú me esperas.

Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad (fragmento)

 

Imagen de Moira A. Pintura de tela sobre papel y un poquito de Paint.

EL CANTO DEL CISNE (el boxeador)

Una falsa leyenda popular asegura que el cisne canta solamente durante los pocos minutos que preceden a su muerte.

Antes

El sabor a sangre oxidada en la boca al despertarse indicaba que el final de su carrera pugilística estaba próximo, el no dormir más que unos minutos cada noche presagiaba un desenlace con nombre y apellidos: tumor y estás bien jodido.

Y la decisión fue que aquella misma velada quemaría sus naves.

Quizás le hubiese convenido fijarse en cualquier otra mujer; ya le había ido mal liándose con una de aquellas indias arapahoes que vinieron desde las llanuras orientales de Colorado hasta los cayos meridionales de la Florida en busca de hombres vestidos con piel de búfalo, y solamente encontraron navegantes desalmados. Le fue mucho peor aventurándose con  aquella meretriz asiática que sabía destensar los somieres de los burdeles portuarios sin perder ni la risa ni la compostura, que sabía originar huracanes con sus orgasmos y éstos desbarataban los zoológicos dejando que las jirafas y las panteras camparan a sus anchas por el Brooklyn Bridge hasta desembocar en Manhattan. Podría haberse enamorado (si hubiese creído en la existencia de ese sentimiento) de cualquiera de aquellas diosas aceitunadas que llegaron nadando desde el Pacífico hasta el Atlántico siguiendo las rutas inversas de los manatíes. Podría haberse enredado con cualquier hembra que estuviese dispuesta a lamer sus heridas y algo más.

 ¡¡Pero no!!

Su puto corazón de boxeador ya decidió; se obstinó en encapricharse de aquella criolla blancuzca que paseaba los cartones numerados por el cuadrilátero cada tres minutos, la dueña de los descansos entre paliza y paliza. Antes de saltar al ring había hablado con ella por primera vez. Llevaba muchos combates perdidos deseándola, pero nunca se atrevió a decirle nada. Hoy por fin sí: la invitó al cine. Pero ella fue cruel: “únicamente salgo con ganadores, darling.”

Durante

El contrincante sacudía duro, muy duro, demasiado duro. Golpes directos a la cara, al pecho, al costado. El viejo boxeador aguantaba la tanda de puñetazos y no perdía de vista a la chica del round: ella es muy bonita, pelo castaño no farmacológico, una sonrisa natural y sin cosmética, de tetas injustamente atesoradas y apretadas por el sujetador, unas piernas larguísimas con pantaloncito blanco corto, muy corto, y lo mejor de todo: aquellos ojos verde madreselva que componían amaneceres y atardeceres en cada mirada, en cada parpadeo.

Seguían lloviendo ostias sin descanso. El boxeador no lograba respirar, las tripas bombeaban la bilis directamente a la garganta. No podía ver bien, sus ojos tristes únicamente distinguían un rectángulo nublado de tres vértices: el rival salvaje que tenía delante, la chica del round, y la toalla que podría acabar con todo el sufrimiento. El enemigo seguía haciendo su trabajo, castigando arriba y abajo, derecha, derecha e izquierda. Las rodillas le temblaban y la esperanza de ir al cine acompañado por aquellos ojos de mirada de gata no domesticada, acompañado por aquellas piernas de centímetros prometedores, cada vez quedaba más lejos.

El inminente perdedor lanzó su último ataque, el más desesperado. Empezó a tararear algo, una melodía sin compases pero bella, sin ritmo pero armoniosa, sin entonación pero encadenada, porque aquella también era la primera vez que cantaba. Se masticó la lengua hasta que una papilla visceral rebosó desde los labios hasta la lona. Escupió el páncreas y un pulmón por la boca exhalando un aliento caliente de azufre a la misma vez. Se clavó su propio esternón en la frente convirtiéndose en un unicornio diabólico y lacerado. El costillar, libre de anclajes, se abrió en todo su volumen como la cola de un pavo real del Averno. Se arrancó un trozo de intestino dejándolo trenzado entre las cuerdas del ring, se ató las rotulas de las rodillas con sus propios tendones, se dio la vuelta a la piel de la cara y del cráneo mostrando su lado más fiero. Fue cambiando el dolor de sitio hasta que lo escondió dentro de sus guantes. Entonces arremetió con todas sus fuerzas.

Silencio entre la jauría del público e infartos entre los jueces. En el hilo musical resucitaron a Robbie Williams con su antiguo tema Rock DJ.  El tiempo se paró unas décimas y el adversario se extasió un segundo ante aquel horror, momento en que recibió un perfecto nocaut relámpago que lo derribó.

El viejo boxeador dejó de respirar en el instante exacto en que el árbitro vomitaba mientras iniciaba el conteo: nine, eight, seven, six, five, four, three, two, one …

 Victoria por KO.

 Después

La tarde siguiente, domingo, el viejo boxeador se plantó en la puerta del cine con un ramo de flores en una mano y el corazón en la otra, no es ninguna metáfora: lo sujetaba inerte enredado en las uñas. Hoy reinauguraban aquel cine de barrio, lo hacían con una sesión doble del siglo pasado, primero reponían un clásico: El Maquinista de la General, con el Buster Keaton más mudo y más triste de todos los tiempos,  y terminaban con La Reina de África, donde un desconocido Humphrey Bogart tenía la dulce altanería de Katharine Hepburn circulando por el tuétano de sus huesos.

Estuvo allí varias horas, sin cara, sin hígados, sin pulmón, sin vientre, sin respirar, sin poder tragar, pero con dos entradas de anfiteatro. La estuvo esperando hasta el anochecer, en pie; muerto.

Ella no cumplió su palabra. 

 

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CHOVE EN SANTIAGO

 

chove en santiago

Llueve y busco donde cubrirme. La rúa Entremuros es larga, torcida, estrecha; hay bares nocturnos situados en sótanos empedrados, de los que te van indicando el camino con luces de led, no son muy recomendables pero son el refugio más cercano.

-Lo siento, tíos, a mi no me van las pollas.

Es la primera frase que dije al entrar y verme abordado por dos clones de Yastin Biber, baboseaban por carne fresca en aquel ambiente de promiscuos aburridos.

La música correcta. Nada de Billas Pipol ni Britni Espirs. Adele canta bien, pero después de varios meses de número uno ya va siendo hora que le contagien unas paperas. Aquí ataca Markay la percusión y Dani Royo jura que ya no quedan más princesas, aunque anda muy equivocado porque esto está lleno de princesas que buscan a otras princesas, de príncipes que olvidaron su corona haciendo cruising en los baños públicos de un centro comercial.

Seguramente todo el mundo se ha hecho fotocopias del culo alguna vez, y en aquel garito tenían instalada un Xerox al lado de la máquina del tabaco para que quien quisiera se inmortalizara las nalgas en directo. La gente jaleaba y animaba al atrevido que se quitó los pantalones, se bajó los calzoncillos y se sentó directamente sobre el vidrio. La luz estroboscópica del aparato flasheó y recorrió varias veces su trayecto, unos dos palmos, luego empezaron a salir folios con la silueta diapositivizada de las nalgas, el cristal empañado distorsionó la imagen y aquello no era un culo, parecía un mapa sísmico con dos maremotos siameses en blanco y negro. El ojo del huracán ya saben dónde queda.

Los dos rubios con pircings y repeinados se apropiaron de una copia entre miradas de complicidad disimulando entre la gente, -sospecho por su posterior cara de felicidad que se fueron al baño a pajearse- después siguieron atacando a diestro y siniestro. No saben que de uno en uno tendrían más éxito, el trío es una cosa que se ha de hablar tranquilamente, no puede ser de sopetón.

Afuera seguía lloviendo, es lo que tiene el principio de los veranos en Galicia. El albariño en vaso de plástico hace de las suyas y acabo por echarme unas risas con los gemelos busca-rollo. Son traviesos y simpáticos, se saben mil chistes de mariquitas, con la sutil diferencia que en su versión los heteros siempre somos los pringaos, los hazmerreir.

No sé si fue el orujo helado, los cigarrillos de varios componentes, o mis ganas de hacer algo diferente, pero el caso es por la mañana temprano mientras las princesas ocupan su puesto de cajera en el Gadis, mientras Zipi y Zipi archivan juicios perdidos en Fontiñas, los coches de media ciudad amanecieron con una fotocopia de mi culo atrapada en su limpiaparabrisas.

 

 

CINE DE BARRIO

El acomodador estaba tan enamorado de la taquillera, que una noche compró todas las entradas de la sesión golfa. Quería hacer el amor ricamente en la primera fila, repitiendo en su oído todas las escenas que había aprendido en la gran pantalla.

No contó con la presencia del proyeccionista. Tuvo que conformarse y compartir. Hicieron un trío.

Años más tarde el cine de barrio cerró sus puertas, obligado por la crisis y el top manta. La taquillera y el proyeccionista abrieron un videoclub ruinoso. Sólo tenían un cliente: el acomodador.