Ella se rocía con colonias de niño y tararea el Moon River de Louis Armstrong con un cigarrillo de reserva colocado a modo de lápiz en la oreja izquierda. Siempre le dijeron que tenía mala sangre y quizás sea cierto. Sus orines hierven en el retrete, su saliva desportilla la porcelana de las tazas, y sus lágrimas queman las flores de papel. Se volverá loca como su madre, auguraban sus consanguíneos, y quizás también sea cierto.
Desprende un olor a violencia que le hace crecer las uñas en la misma proporción que la rabia. Con ellas se entretiene buscando el nudo de raíces y gusanos bajo los tiestos de geranios, con ellas abre los mecanismos de los relojes y le quita la corona del tiempo, con ellas divide en dos a las salamandras y se desespera cuando cada trozo sigue su camino. Y sigue cantando el Moon River, ahora con el pitillo apagado entre los dientes para hacer más uniforme la voz.
Solamente nos atrevemos a urdir venganzas en los sueños, cuando el entramado de los hilos de las ideas y la espuma de los deseos se hace compacto, espeso. Siempre tenemos los ojos comprometidos a no llorar, y la predisposición a jugar a ser felices. Pero ella no, ella sólo distingue el zumbido nostálgico del Moon River perdiéndose por entre las hebras azuladas del humo del cigarrillo, que ya ha sido encendido y el humo de las primeras caladas ensancha sus pulmones
Ha puesto un conejo vivo a hervir, con las patatas y el arroz, y ha cerrado la olla a presión a fuego lento. Descubre la paz del mal. Arranca las cabezas de las hormigas y es capaz de oír sus gritos invisibles de dolor. Se ha pintado con rotulador rojo cruces y círculos por todo el cuerpo, desde los talones hasta el culo, desde las rodillas hasta las mejillas. El conejo reventó dentro del caldo y ella comenzó a bailar de una manera suave, con mucho cuidado en sus movimientos para no arruinar el arco de ceniza que se sostiene de milagro en el aire.
Bailó hasta que se cruzó con el espejo del dormitorio. Se vio desnuda y pintarrajeada, su estampa le delató la imagen de la locura. Entonces se dibujó con el pintalabios una pulsera en cada muñeca y una gargantilla en el cuello, y para borrarlos utilizó una gillette olvidada entre los cachivaches de depilar.
El cigarrillo consumido se le cayó de los labios, el persistente murmullo del Moon River se amortiguó, dejando paso al silencioso gorgoteo de la sangre ácida que brota de su cuello y llueve cuerpo abajo, por entre el canal misterioso de sus senos, sorteando el cráter del ombligo y confluyendo hasta los pliegues del triangulo maternal, y allí se confundió con una menstruación externa, acompañada por los acordes de una canción, que un poderoso negro hacía sonar por las ondas de una radio que enmudeció en el preciso instante en que ella dejó de respirar.
———————————————-
Mi aportación en La Madriguera, Ilustrado genialmente por mi parejita Pau Alaña
.