LO.LEE.TA

A ella le doblo la edad, aunque este dato no sea indispensable, lo mejor es dejar claro que mueve el culo como un demonio y el pelo como los ángeles. En cambio yo busco asiento en el metro  y me afeito la cabeza para disimular la alopecia. Ella sonríe a la vida con sus dientes blanquísimos y sus labios rojos, y yo voy dos veces al año a Vitaldent para que me maquillen las manchas del tabaco y algún empaste traidor.

El sábado por la noche  me lo paso con su mamá, la cual me considera un gentelman  en vías de extinción porque le abro la puerta del taxi y le acomodo la silla del restaurant.  En cambio mi ángel/demonio ocupa esa noche en hacer babear de lujuria a todos los mindundis del Joy Eslava; jamás el merengue, la bachata y la salsa se han bailado con tanta lascivia, ella convierte la danza en un arma destructora. Pero los domingos por la mañana, mientras su mamá  me cocina una riquísima sopa de carabineros, nosotros recorremos Argüelles. Yo invito a vermú de grifo y a mejillones tigre, mientras ella encandila a toda la barra del bar. La lástima que sienten los camareros por mí yo la traduzco en envidia. El vermú de Reus, siempre de Reus  -porque en Tarragona tienen dos cosas: petroquímicas y destilerías, y yo invariablemente he sentido filia por los espíritus con graduación-  sigue corriendo por mi cuenta mientras ella se hace  dueña y señora de todo Pintor Rosales. Ella y su minifalda. Siempre la cortísima minifalda, en invierno y en verano. Abjuro de los seis kilómetros de La Castellana frente a la longitud de sus piernas y el santuario que esconden en el vértice de su unión.

Hemos follado dos o tres veces, no lo recuerdo con precisión, aunque debería haberlo anotado; medallas olímpicas no se ganan todos los días. Dejamos de meternos en la cama porque mientras yo intentaba batir mis marcas ella tenía la cabeza y el coño en veinticuatro sitios diferentes Ahora me la chupa a veces. Hay un pacto no escrito: ella me deja lucirla por medio Madrid y me hace un oral rapidito a cambio de que yo corra con sus gastos. Puta no es su segundo nombre, quede claro.

Supongo que desde la primera línea era predecible esta historia. Incluso para mí debería ser previsible. Pero conocer una mentira no implica la necesidad de negarla.

Ahora, ya pasado algún tiempo, yo sigo cenando los sábados por la noche con su mamá. De primero una sopa estupenda, seguimos con algo ligero sin sal ni grasas, y tras los postres nos metemos en su habitación y tenemos un sexo correcto. Luego cojo el metro hasta Sol y me quedo fumando en Arenal con San Ginés, sé que ella aparecerá por allí tarde o temprano, un ejército de babosos también espera el reclamo de sus caderas.

Mañana otro condenado a muerte la invitará a vermú, de Reus, siempre de Reus, y a mejillones tigre.

PRINCESAS

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caye y zulema

Las cafeterías por la mañana tienen música, es una música propia y genuina; cristal de vasos, loza de platos, la leche calentándose por la fuerza del vaporizador, el molinillo eléctrico con un motor fueraborda triturando las quebradizas y frágiles semillas tostadas del café, risas, saludos rutinarios de buenos días, periódicos que se hojean empezando por el final, monedas sobre el mostrador, noticieros monótonos en el televisor, etc.

Esa música es exactamente igual en todas las cafeterías del mundo. Comprobado, doy fe.

En una cafetería de Madrid hay dos mujeres conversando sosegadamente. Un negro está sentado dos mesas más allá y mira a una de ellas con deseo. Esas dos mujeres llevan la derrota tatuada en la mirada. Quizás, no estoy seguro, todavía no se han acostado. Quizás, tampoco lo sé, el desayuno que toman pudiera ser la cena.

La música, autentica y específica, las respeta; alrededor de las dos mujeres se levanta una cápsula invisible donde esa música se rebaja a simple rumor. Es una marginación acústica, una bulla que se hace afónica y propicia el comadreo. Zulema busca en los hombros de Cayetana unas alas, quiere descifrar sin son las biodegradables de  Ícaro o las incombustibles del ave Fénix. Y Cayetana… Caye envidia las tetas de Zulema; dinero, bisturí y silicona es la automedicación que Cayetana se ha recetado.

Ellas hablan de cosas del trabajo. Cayetana dice que por el culo en contadas ocasiones, y tragárselo mucho menos. Zulema asiente y aprueba, ella tampoco accede al sexo anal así como así. Luego se cuentan trucos para que el cliente acabe antes. Cayetana, europea y tecnológicamente un poco más avanzada, utiliza videos porno, escenas lésbicas o hardcore, para que el tipo que tiene encima se corra más rápido. Zulema, caribeña y exótica, es más natural y podría decirse que más primitiva, con acento goloso susurra guarradas al oído del menda de turno, “papito, llénamelo de leche”. Cayetana toma nota mental de esa artimaña para futuros servicios. El resultado es el mismo: finiquitar el negocio en menos tiempo del pactado.

Las putas hablan cosas de putas, igual que los mecánicos hablan cosas de mecánicos, o los dentistas hablan de cosas de dentistas.

Caye continúa el dialogo hasta que se convierte en un monólogo, No, mejor dicho, en una reflexión. Una reflexión con sus perogrulladas y sus contradicciones.

“¿Es rara, no?

La nostalgia…

Porque tener nostalgia en sí no es malo, eso es que te han pasado cosas buenas y las echas de menos.

Yo por ejemplo no tengo nostalgia de nada, porque nunca me ha pasado nada tan bueno como para poder echarlo de menos… eso sí que es una putada.

¿Se podrá tener nostalgia de algo que aún no te ha pasado?

Porque a mí a veces me pasa.

Me pasa que me imagino como van a ser las cosas, con los chicos por ejemplo, o con la vida en general…

Y luego me da peno cuando me acuerdo de lo bonitas que iban a ser, porque iban a ser preciosas…

Y luego cuando lo pienso me da nostalgia, cuando me doy cuenta de que aún no han pasado y que a lo mejor no pasan nunca…”

Texto y dialogo/monólogo extraídos de la película Princesas, de Fernando León de Aranoa, (2005), con las dos prostitutas interpretadas por Candela Peña (Cayetana) y Micaela Nevárez (Zulema)

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REVISIONISMO HISTORICO

spoiler

La Reina Madre de Inglaterra, Elizabeth Alexandra Mary Windsor, nonagenaria reciente y adicta a sorber el humor de los alambiques, soberana absoluta de las islas británicas, del Reino Unido, de la Gran Bretaña, de la Commonwealth y de medio centenar de territorios desparramados  por los siete mares.

La Reina Madre de Inglaterra, Isabel II, primogénita de los duques de York, heredera indirecta de todo el genoma defectuoso -habido y por haber- acumulado durante dieciséis generaciones de Tudor, Hannover y Estuardo, gobernadora suprema de los anglicanos, de los puritanos del gin de enebro y de los diáconos de la cerveza turbia.

La Reina Madre de Inglaterra se dejó romper el culo un viernes noche a punto de clarear el sábado.


Amaroo Heng Johnson, indigente ocasional de los suburbios de Brisbane, en la región australiana de Queensland, mendigo invisible en la puerta de los Starbucks, rebuscador de comida en los callejones traseros de los restaurantes fast-food, temeroso de la policía armada con pistolas taser, de los yonkis con síndrome de abstinencia y de los adolescentes rubios y xenófobos.

Amaroo Heng Johnson, homeless circunstancial desde los treinta y tantos a causa de los efectos colaterales de dos divorcios intensos, de una ruina laboral por culpa de los créditos supbrime inventados por Bernard Madoff, y de medio ictus traicionero que le desfiguró para siempre la parte izquierda de su mal rematada cara de aborigen.

Amaroo Heng Johnson había sido designado por extraña casualidad para romperle el culo a una viejita que vivía en el otro hemisferio.


La desfloración anal se emitió por la BBC en directo y sin pausas publicitarias a las tantas de la mañana hora británica, pero coincidiendo con el prime time australiano.

Un típico taxi londinense llevó al aborigen desde la zona aeroportuaria de Gatwick hasta los estudios televisivos en Marylebone High Street. El jet lag del viaje indujo a que Amaroo echara una cabezadita corta e improvisada. Fue en ese momento cuando entró en contacto con Tjukurpa (el tiempo del sueño) y le fue revelado el misterio de la vida y de la muerte. Le fue revelado el secreto de su misión en este mundo.

Ciento cincuenta años antes una tía abuela de mirada interestelar, Truganini Lallah Rookh, última mujer aborigen de Tasmania, se había dedicado en su lecho de muerte a invocar a Tjukurpa, a Wanamangura, a Takkan y a Kajura (el tiempo del Sueño y las tres serpientes Arcoíris) e infiltrar un conjuro en el descanso nocturno de todos sus descendientes a través de una sola frase “hay que dar por culo a la corona tanto como la corona nos ha dado a nosotros”, refiriéndose a las barbaridades, masacres, vejaciones y genocidios que la Union Jack había perpetrado desde que desembarcaran en Oceanía.


El protocolo de la ceremonia de desagravio exige una presentación previa de la reo y el verdugo. Ningún miembro de la tribu de los luthigh sería capaz de actuar contra nadie sin un conocimiento cara a cara.

Un famoso animador irlandés de late shows hizo labores de edecán, puso frente a frente a los dos, pronunciando en voz grave los nombres y apellidos de ambos. El aborigen con su nombre indígena, un apellido nativo y otro bastardo. La Reina Madre, con su nombre de pila y su nombre regente, con sus doscientos catorce apellidos aristocráticos, algunos de ellos cambiados a través de la historia por intereses  políticos o sucesorios.

Encantado, susurró Amaroo Heng Johnson

Besos no, respondió, Isabel II,  emulando aquellas prostitutas de la época de Jack the Ripper, que tenían pánico al contagio de la gripe española a través del aliento de los lores.

Después un plano picado de la estancia, de la cama, del tocador lleno de los accesorios acostumbrados: crema lubricante, condones, toallitas húmedas, clínex de color salmón, espermicidas que no fueron necesarios, dilatadores anales que tampoco se utilizaron, etc.

El resto de la escena es fácil de imaginar.

 

N del A; Desde aquel día una ola de terror azota diferentes monarquías. Los Borbón-Anjou españoles, los Grimaldi monegascos, los Orleans-Bonparte franceses, los Saboya italianos y casi todos los reinos que se dedicaron a expoliar territorios de ultramar, han adquirido la costumbre de no dar nunca la espalda a un extraño. Están acostumbrados a deslealtades, felonías y traiciones cortesanas, pero no desean que les peten el culo de un pollazo judicialmente consentido para subsanar las barrabasadas cometidas por sus antepasados.

 

EL NEGATIVO

 

Come here baby, you know you drive me up a wall

Me contaron la historia en cinco minutos de un martes por la tarde. Una historia tan sencilla y habitual como cualquier otra. El jueves la historia seguía dándome vueltas en la cabeza, era como esas canciones de los noventa que a veces suenan por la radio y te acompañan todo el santo día. Hoy miércoles de una semana después no he conseguido sacarme todavía el tema de la mente, por eso la escribo, para exorcizarme. Y como bien manifiesta Ariel porque no me queda más remedio, porque me intoxico si no me saco la tinta de las venas cada cierto tiempo

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Girl, you got to change your crazy ways. You hear me?

Es la típica y tópica historia de dos amantes, cada uno con su mundo particular. Ella veintitantos cerca de treinta, él ya había conquistado de sobra cinco décadas. Ella alojada en su apogeo como mujer, con unas tetas perfectas y unas caderas como para construir un refugio nuclear y esperar allí a que nunca cesen las guerras; él un poco más percudido, gambeteando al colesterol y al ácido úrico, peinándose a contracorriente cada mañana para disimular una alopecia cabrona. Ella con unos ojos árabes que hipnotizan, él con unas ojeras de no dormir desde que Sebastián Elcano estuvo de farra con los patagones. Ella con sangre picunche circulando por sus arterias, él medio chango y medio ni se sabe. Seguro que algún espabilado con estudios, al observar la diferencia de edad, viajará hasta Jung e identificará el complejo de Electra, o a la destructiva Lolita o al sonso de Pigmalión. No tiene ni puta idea. Las relaciones entre personas son lo único aleatorio e ingobernable de esta vida.

 

That kind of loving turns a man to slave

Desconozco exactamente los comienzos de esa relación aunque seguramente sea lo de menos, solamente sé que ambos se atraían y que a pesar de estar en órbitas diferentes -distintos matrimonios, distintos empleos, distintas vidas- coincidieron en una misma cama. El nexo común entre ellos es el sexo, eso sí lo tengo bien claro. No hay nada más incombustible en este mundo que el sexo, ni creencias religiosas ni ideologías políticas, ni reacciones químicas descontroladas ni colisiones de átomos acelerados; nada, pero absolutamente nada, tiene más empuje que dos animales encelados. Ella es de esas mujeres que folla como si se fuese a morir mañana, y él es de esos hombres que no conocen la palabra  prisa. Los productores alemanes de porno bizarro se tapan los ojos en cuanto ellos se quitan la ropa. El dolor es parte del placer, y con esa premisa convertían los inviernos australes en primaveras de varias horas.

 

That kind of loving sends a man right to his grave

Cada sábado de madrugada el país es santiguado por dos terremotos, uno comienza en San Marcos de Arica y termina en el estrecho de Magallanes, el otro es una cremallera que va desde El Tabo hasta Trapatrapa. Sin embargo ella es inmune y sigue durmiendo, la gente llora, grita, se desespera. Ella no. Pucha que fome, murmura, y se arrebuja entre las sábanas a dejar que pase el seísmo. A santo de qué le van a molestar unos corrimientos de tierra, son una memez comparado con los cataclismos telúricos provocados por sus orgasmos; ella y su amante han cuarteado la cúpula celeste trece veces este mismo mes; los chupones en su cuello y en su culito de potra salvaje hubieran bastado para desecar el Pacífico, el néctar torrencial que llovía de sus bragas en momentos de clímax hubiera podido desbordar el Amazonas.

 

That kind of loving make me want to pull down the shade

Todas las historias de este tipo acaban mal, muy mal. Generalmente alguno de los cónyuges ajenos se cansa de soportar el peso invisible de las cornamentas y desbarata la armonía establecida. Aquí no fue así. Todo empezó a desmoronarse rápidamente después de un lustro. Él dejó de acudir a las citas programadas con la excusa infantil del olvido, dejó de enviarle whatsapps aduciendo ignorar el funcionamiento del teléfono, trastocaba las fechas de natalicios y defunciones, ya no le decía suavecito al oído mi puta rica en los instantes de fogosidad, ahora la llamaba María Engracia Fuensanta, el nombre de  una bisabuela paterna nacida doscientos catorce años atrás. Una desidia del copón se había instalado entre ellos en cuatro días. Un tiempo después el amante ya no apareció más ni volvió a contestar a sus llamadas.

 

That kind of loving now I’m never, never going to be the same

Ella regresó a sus rutinas cotidianas, cocinó el plato preferido de su marido, preparó las fiestas de cumpleaños de sus chicos, enmarcó los dientes de leche del más pequeño y se compró unas enormes gafas ahumadas. A ella le ha quedado una mirada como de estar esperando el fin del mundo y no quiere volver a ver nada que no pertenezca a su círculo de confort. Se levanta por las mañanas con las mismas preguntas enredadas en el pelo: ¿por qué se ha ido? ¿se aburrió de mí? ¿Ya no se le ponía dura? ¿dónde va a encontrar un lujo como yo? Preguntas que nadie puede responder.

Hoy, muchos años después, ha dejado morir de hambre a las incógnitas, simplemente suspira un deseo: Ojalá no te puedas olvidar de mí, viejo cabrón.

 

 

I’m losing my mind, girl, because I’m going crazy

En la otra punta de la ciudad, en la octava plata de un edificio aislado, un grupo de ancianos miran sin mirar a través de las ventanas, una mujer vestida de enfermera también los mira sin verlos. Algunos andan con bastones, otros permanecen en sillas de ruedas, pero todos tienen algo en común, son enfermos terminales de Alzheimer. Ya han perdido el habla y la coordinación, se mean y se cagan encima, toman papillas de bebé cinco veces al día porque ni siquiera recuerdan como se mastica. Un televisor parpadea imágenes en diferido de los terremotos, el volumen en mute, y uno de aquellos vejestorios impedidos gira sin cesar su cabeza de un lado a otro, le llaman el negativo, porque parece que siempre está desaprobando cualquier cosa con ese movimiento repetitivo de la testa. En realidad es un truco que ha encontrado el pobre desgraciado para no perder sus últimos recuerdos, sabe que si agita constantemente el caldo de zanahorias en que se ha convertido su cerebro pueden permanecer a flote sus tesoros más preciados. Entre la sopa turbia que se cuece dentro de su sesera reaparece aquella mujer que un día le hizo entender el misterio de la Santísima Trinidad a partir de un buen polvo; aquella mujer que para volar no necesitaba tatuarse mil mariposas en la espalda, no más necesita un trozo de cielo; aquella mujer que con una sola mirada de gata en celo enderezaba el mástil de su vieja nao, aquella mujer a la que renunció voluntariamente antes  de que una hijaputa y prematura demencia senil lo hiciera a la fuerza.

Crazy, crazy, crazy for you, baby.  You turn it on, then your gone

Poceluis

 

BONNIE & CLYDE (y III)

 

– ¿A dónde viajabas con tu mamá?

– No lo sé. Al mar, como cada año

– Entonces te llevaré al mar. No te preocupes, iremos al mar.

Yo no iría nunca a Cuba ni a la Florida, ni siquiera a la jodida Venezuela, pero el puto niño sí que llegaría hasta el mar, porque cuando tú decías “no te preocupes” era palabra sagrada, era como decir que el mundo es redondo.

Sentamos al niño en la moto, en medio de nosotros dos, no teníamos cascos para los tres pero su cabecita quedaba protegida entre mi pecho y tu espalda. Creo que se durmió nada más entrar en la autopista de la costa a pesar de la mala posición y del runrún de la Suzuki Van Van.

Conducías concentrada a 80 o a 90 y no nos cruzamos ni un coche de la poli en mucho rato. Debían estar ocupados buscando a un niño rubio medio bobo por el aeropuerto. Yo cavilaba sobre nuestra situación y en todo lo que se estaba torciendo por momentos, aquella noche de sábado no debía terminar de aquella manera, con tu hermana cabreada como una mona porque le habíamos cogido sin permiso la moto, con el culo que me dolía de tanto rato ir de paquete, con los brazos tiesos de sujetar a un niño para que no se cayera y la cosa se jodiera del todo, y con un niño robado, sobre todo con un niño robado

Paraste en una gasolinera de esas que parecen una boutique, de esas que tienen de todo, de esas que cuando descuelgan la manguera una voz de locutora de radio te dice qué tipo de carburante has elegido y cuando has terminado te da las gracias y te recuerda que ellos siempre tienen mejor precio que la competencia. Sonreíste antes de decir separando las silabas “nos-que-da-mos-sin-naf-ta”, y sonreíste porque habías utilizado tu palabra adecuadamente, tu palabra recién aprendida.

– pero no tenemos dinero, no puedes llenar el depósito.

-Déjame a mí…

Y te metiste en la tienda en busca del empleado, vi como le hablabas con la cabeza un poco ladeada, con ese gesto que utilizas cuando quieres algo o cuando no quieres algo. Nunca habíamos atracado una gasolinera, por lo menos yo, y no sé si tú lo habías hecho alguna vez. Sí que habíamos robado ropa, y bebida, y música, y cosas que nos gustaban, pero nunca habíamos atracado a nada ni a nadie. Era muy mala idea atracar una gasolinera, sobre todo porque llevábamos un niño robado con nosotros.

Saliste contenta y metiste la manguera del surtidor en el depósito. La máquina empezó a escupir su líquido. El empleado nos miraba desde la cristalera e hizo un gesto cuando el tanque se llenó, sus ojos tenían luz. Era un marroquí joven de pelo rizado y dientes picados, de piel tiznada. A ti siempre te han gustado ese tipo de hombres, a los que puedes putear sin remordimientos porque la vida les ha puteado mucho más y sabes que lo tuyo no le hará el mínimo daño.

-¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo lo has enredado?

-Fácil. Ese morito se hubiera comido, si se lo llego a pedir, un cubo de tocino por el Iphone 5 amarillo.

-El niño tendrá llantera en cuanto se percate, apuesto lo que quieras. 

-Y ahora ¿qué hacemos?

Eso es lo más me cabrea de ti, tu manera de desprenderse de los problemas, así, como quien no quiere la cosa; yo te seguía a todas partes, yo me dejaba enredar en todas tus locuras, yo nunca protestaba aunque presagiara tormentas de la ostia, y cuando tu ya te aburrías o te cansabas del juego descargabas tu responsabilidad sobre otro, sobre mí. Usabas el plural a tu conveniencia, a tu antojo.

Estaba enfadado, me puse muy serio y me negué a seguir, estaba hastiado de llevar a un niño robado, no éramos Bonnie y Clyde, ni deseaba acabar como ellos,  yo me quería volver a casa, me tumbaría a escuchar música, me fumaría algo que tenía de reserva en el bote de las monedas y me olvidaría de la venezolana, del niño y de la mierda de sábado. Te dije todo eso del tirón para que no me interrumpieras. Al acabar solamente sonreíste y me lanzaste un beso al aire. Entonces acunaste al niño en tus brazos con mucho cuidado para que no se despertara y lo llevaste hasta la tienda de la gasolinera. Volviste a ladear la cabeza, volviste a engatusar al marroquí, aunque ya no tenías nada que ofrecer a cambio de no sé qué. Te vi meterte la mano por delante del pantalón, como si te picara el coño, y luego te vi pasarle algo al moro. ¡ Claro ! ¡ Ahí es donde te guardas la tuja ! Joder, el hachís que sisaste a los dominicanos, jajá. Eres la polla.

 Luego saliste sin el niño.

-Mañana Mohamed subirá a Makaulkyn en un autobús que lo lleve a la playa. Vámonos.

Y volvimos a montar en la moto con suficiente nafta para regresar a casa.

Al incorporarnos de nuevo a la carretera miré el cartel luminoso de la marquesina de la gasolinera. Era uno de esos en los que las letras se auto escriben y corren de derecha a izquierda. Y comprendí en ese momento el significado de aquel sábado, de la vida, te comprendí a ti, a mí.

El rótulo era un bucle que se pude leer varias veces en un minuto: Gracias por su visita.  La estación de servicio de ALQUERIES DEL NEN PERDUT les desea feliz viaje.  Conduzca con cuidado.

 

ALQUERIES DEL NEN PERDUT

pincha para que se haga más grande

 

 

BONNIE & CLYDE (II)

 

En el aeropuerto cada puerta de embarque tiene su propia guardia pretoriana: un vigilante privado con chaleco amarillo para trastear con el equipaje, un policía nacional con chaqueta azul para olisquear en busca de sustancias prohibidas y un guardia civil con gorra verde para compulsar los pasaportes. A ese tipo de personas les encanta su merchandising particular. Con los seguratas del supermercado y los porteros de los clubes ya tenemos traza, tú les sonríes ladeando un poco la cabeza y les susurras con tono pícaro: es inherente a tu empleo que compartas genética con Forrest Gump pero te falta carisma. Ellos no entienden ni papa y yo aprovecho para esconder bajo la chaqueta un paquete de seis cervezas o para saltarme el torno, pero aquí, en el aeropuerto, ellos van armados con un fierro de fuego y hay que andarse con cuidado, son palabras mayores.

Tú estabas convencida de poder colarnos, solamente había que estudiar sus movimientos y aprenderse sus rutinas. Para ti era muy fácil, para ti todo se basa en rutinas. Una vez que discutimos sobre el tema me acabaste convenciendo de tu filosofía.

La discusión fue básica, y a la misma vez profunda:

– ¿tú tienes la rutina de cagar cada día?

– Sí, a la misma hora más o menos, ¿porqué?

– Porque la vida es eso, una cagada tras otra diariamente.

Por suerte para todos, menos para el niño, no te apetecía pasarte el resto de la tarde vigilando a los vigilantes, y nos fuimos al centro comercial a pedir tabaco. Los viajeros que esperan embarcar salen a fumar a los accesos de las tiendas, las leyes han cambiado y ya no dejan fumar dentro.

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Una señora alta, con vestido largo, pulseras de plata y gafas de sol fumaba unos cigarrillos mentolados que olían muy bien, a mí se me antojó enseguida probarlos y le pedí dos, uno para mí y otro para ti. La señora ni se sacó las Vogue para mirarme, me mandó a la mierda en cuatro palabras y empezó a renegar de cosas que no venían a cuento, que si la sociedad hace aguas, que si el maldito sistema bipartidista favorece a gente como nosotros, que si sería mucho mejor menos subsidios y más mano dura, y otras absurdeces por el estilo.

Detrás de la señora permanecía sentado sobre una maleta Louis Vuitton un niño de seis o siete años, su hijo, que siguió con atención la escena sin dejar de jugar con un Iphone 5 de color amarillo. Yo insistí a la señora en la cuestión de los dos cigarrillos y tú susurraste algo al oído del niño. Luego se dejó coger de la mano y entraste con él al centro comercial. Yo me olvidé del tabaco y os seguí.

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-¿Qué le has dicho a crío para que se venga contigo?

– Que me sé un truco para pasarse enterito el Candy Crush.

-¿De verdad te sabes un truco?

– Claro. Nunca hagas caso al juego. Si te indica que juntes tres salchichas rojas vete a por las bolitas azules o los cuadraditos verdes ¿No has visto la cara de puta que tiene la niña que sale entre nivel y nivel? Está ahí para engañarte, para sacarte el dinero.

Muchas veces llegué a pensar que eras clarividente, que podías ver la sencillez de las cosas con solo pasar una mirada sobre ellas.

El niño nos seguía sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono, de vez en cuando le decías que caminara más rápido y el obedecía. Le llamabas Macaulkyn porque era rubio y medio bobo. En su medallita de San Jorge estaba grabado por detrás el nombre de Samuel y por megafonía anunciaban que se había perdido un niño, con las características del que nos acompañaba, que atendía por el nombre de Roger. ¿Se habría perdido otro niño, o Macaulkyn tenía varios nombres? Nunca lo supimos.

 

BONNIE & CLYDE

 

El sábado por la tarde robamos un niño en el centro comercial del aeropuerto.  No era nuestra intención cuando llegamos allí  pero a veces las cosas no salen como uno quiere.

Weekend y tan pelados como siempre, sin dinero para nada, ni para fumar ni para beber. La calle nos axfisiaba, no sabíamos hacia dónde ir ni qué hacer. Cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo, murmuraba Nati la frutera cada vez que nos veía pasar. Por eso cogimos prestada la moto de tu hermana y enfilamos la autovía en dirección al aeropuerto; durante el trayecto te escuché decir a través de la sordina de los cascos varias veces la palabra nafta.

La idea de aquel sábado era colarnos en un avión que me llevara a Cuba o a la Florida, a Venezuela no, a Venezuela jamás. Tú habías prometido llevarme.

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El verano pasado entramos una noche de viernes en una sala de merengue porque yo estaba obsesionado con tirarme a una latina, y tú me aseguraste que aquel era el sitio apropiado, que si allí no lo conseguía mejor sería que me olvidara y siguiera pajeándome con el vídeo de Maluca. La música de Calle 13 perreaba a todo volumen por los altavoces y hacía un calor del copón, el garito olía a lejía, a macho, a perfume de supermercado.

Mientras te dejabas invitar a cervezas y a mojitos -imagínate, una rubia natural con el pelo liso que fuma echando el humo por la nariz era todo un caramelo para aquella tropa de reguetoneros- yo le entraba a todas las morenas que me cruzaba, pero esos dominicanos pelones, con sus gorras de béisbol y sus pantalones caídos, están como para que los encierren, son perros rabiosos que me enseñaron los dientes un montón de veces, están todos locos, que si la banda, que si las jerarquías imposibles, que si la corona en la mano, que si tatuajes misteriosos, están  todos muy pasados.

Al final, ya de madrugada, tú estabas muy borracha, pero tenías una manada de aquellos perros a tu alrededor y estabas enseñándoles a liar con una sola mano; ese truco es mío, te lo enseñé yo, te enseñé a astillar un poquito de chocolate con una mano mientras todos miran la otra. Por mi parte yo había conseguido que una venezolana se viniera conmigo a los baños, era fea y repolluda, pero tenía muchísimas curvas.  Me la estaba pinchando apoyada en la puerta del retrete pero algo no iba bien, ella no paraba de decir papito papito, y eso me ponía de los nervios. Maluca y su Tigueraso fueron como una señal para mí, empezaron a sonar con demasiados decibelios y la peña se volvió más loca de lo que estaba. Durante un segundo miré a la venezolana a la luz del fluorescente y fue una visión patética: era más fea y más rechoncha que antes, sudaba, reía con una boca asquerosa, tenía el sujetador arremangado entre el cuello y el hombro, una teta por fuera del vestido fucsia y las bragas a medio bajar. La dejé allí. Yo ya la tenía fuera y me estaba quitando el condón pero ella seguía repitiendo papito papito; me fui antes de correrme, no soportaba esa falsa cantinela. Debe ser la única venezolana esperpéntica de todo el mundo que nunca podrá presentarse a un concurso de mises.

Desde aquel día ya no sueño con la boquita de Génesis Rodríguez ni con el culazo de Sofía Vergara.

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El día antes de robarnos el niño te habías quedado hasta las tantas viendo la tele: noticiarios, anuncios, concursos, teleseries americanas, y hasta una peli argentina que yo te recomendé pero que a ti no te gustó. Nueve Reinas. En esa peli aprendiste una nueva palabra, y cuando tú aprendes una palabra la utilizas continuamente hasta que la gastas, o hasta que encuentras otra que te fascine más. Sé que lo haces porque tienes envidia de mí, tienes envidia de que yo he leído más cosas que tú, yo sé más palabras nuevas que tú. Pero nunca te lo he restregado por la cara, tu sí.

De camino al aeropuerto llegué a escuchar esa palabra diez o doce veces: “No sé si tendremos bastante nafta, el depósito anda justito de nafta, no tenemos dinero para nafta, habrá que parar y robar un poco de nafta.”

 

 

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CHOVE EN SANTIAGO

 

chove en santiago

Llueve y busco donde cubrirme. La rúa Entremuros es larga, torcida, estrecha; hay bares nocturnos situados en sótanos empedrados, de los que te van indicando el camino con luces de led, no son muy recomendables pero son el refugio más cercano.

-Lo siento, tíos, a mi no me van las pollas.

Es la primera frase que dije al entrar y verme abordado por dos clones de Yastin Biber, baboseaban por carne fresca en aquel ambiente de promiscuos aburridos.

La música correcta. Nada de Billas Pipol ni Britni Espirs. Adele canta bien, pero después de varios meses de número uno ya va siendo hora que le contagien unas paperas. Aquí ataca Markay la percusión y Dani Royo jura que ya no quedan más princesas, aunque anda muy equivocado porque esto está lleno de princesas que buscan a otras princesas, de príncipes que olvidaron su corona haciendo cruising en los baños públicos de un centro comercial.

Seguramente todo el mundo se ha hecho fotocopias del culo alguna vez, y en aquel garito tenían instalada un Xerox al lado de la máquina del tabaco para que quien quisiera se inmortalizara las nalgas en directo. La gente jaleaba y animaba al atrevido que se quitó los pantalones, se bajó los calzoncillos y se sentó directamente sobre el vidrio. La luz estroboscópica del aparato flasheó y recorrió varias veces su trayecto, unos dos palmos, luego empezaron a salir folios con la silueta diapositivizada de las nalgas, el cristal empañado distorsionó la imagen y aquello no era un culo, parecía un mapa sísmico con dos maremotos siameses en blanco y negro. El ojo del huracán ya saben dónde queda.

Los dos rubios con pircings y repeinados se apropiaron de una copia entre miradas de complicidad disimulando entre la gente, -sospecho por su posterior cara de felicidad que se fueron al baño a pajearse- después siguieron atacando a diestro y siniestro. No saben que de uno en uno tendrían más éxito, el trío es una cosa que se ha de hablar tranquilamente, no puede ser de sopetón.

Afuera seguía lloviendo, es lo que tiene el principio de los veranos en Galicia. El albariño en vaso de plástico hace de las suyas y acabo por echarme unas risas con los gemelos busca-rollo. Son traviesos y simpáticos, se saben mil chistes de mariquitas, con la sutil diferencia que en su versión los heteros siempre somos los pringaos, los hazmerreir.

No sé si fue el orujo helado, los cigarrillos de varios componentes, o mis ganas de hacer algo diferente, pero el caso es por la mañana temprano mientras las princesas ocupan su puesto de cajera en el Gadis, mientras Zipi y Zipi archivan juicios perdidos en Fontiñas, los coches de media ciudad amanecieron con una fotocopia de mi culo atrapada en su limpiaparabrisas.

 

 

DIEZ PALABRAS PARA LOLA

SECULAR – INCORREGIBLE – PERENNE – CHIVATO – LISIADO – TIROTEO – CONSIDERADO – ALIJO – OLVIDO – GENITAL

Lola llegará a ser una Mata Hari de suburbio, quizás también pueda aspirar a convertirse en una viuda negra de los arrabales. Desde adolescente estaba predestinada a tener la brújula cardiovascular desimantada porque creció entre mordiscos y ladridos; muy pronto se hizo mujer de falda corta, culo alto, piel caribe y unos ojos de gata que en ocasiones son transparentes y puedes ver el rodar del mundo a través de ellos. Tiene mala suerte escogiendo medias naranjas ya que posee el defecto incorregible de encariñarse con quien no debe. Dicen en la familia que toda la culpa es de un bisabuelo loco, vikingo, borracho, blasfemo, hereje y embustero. Aquel pariente lejano se pasó media vida masticando luciérnagas excitadas, pensaba que así iluminaría su interior y encontraría la paz. La palmó de una intoxicación luminosa en las tripas, pero involuntariamente mezcló su ADN con el de los insectos y ahora, varias generaciones después, Lola tiene el gen testarudo de los mosquitos, el impulso suicida de los tábanos: parece una de esas polillas que chocan continuamente con las bombillas de las farolas, una y otra vez, aunque se quemen, aunque mueran a fuerza de darse cabezazos contra una falsa luna incandescente.

Su historial matrimonial así lo demuestra:

Primero fue un croupier de taberna, trasnochador y matemático; el manejo que demostraba con los naipes la hacían desear esos hábiles dedos tamborileándole en el sitio justo por donde se le mete la costurita del tanga, sobre su baraja cuatrilabial, pero el tipo era más de comer plátanos que de pelar kiwis. Tardó poco en darse cuenta: la primera –y única- vez que inauguraron la alcoba se encontró con plumas de colores flotando en el aire y con todos los armarios abiertos de par en par. En el mar de los ojos de Lola se divisó un naufragio inesperado, un rumor de maderas quebradas y un bello mascarón de proa ahogándose.

Más tarde se amarró a un capo mafioso, antítesis del primero: analfabeto afectivo, buscador de la muerte en cada negocio, funámbulo sordo de la vida. Fueron tiempos de champagne y humillaciones, de astracán y desalojos. Todo principio tiene su final y un soplón (chivato policial) desencadenó la caída de aquel emperador barriobajero: tras un tiroteo con los sicarios gubernamentales quedó lisiado de por vida, un (des)considerado proyectil hizo diana en su escroto y ahora el croupier y el mafioso pertenecen a la misma asociación, un club muy meti-culoso. Lola no lloró y detrás de sus pupilas aparecieron pasarelas y ciudades desmoronadas a traición, como si un terremoto nocturno se la tuviera jurada.

El tercero (en discordia) fue un viajante solitario que la encandiló con promesas de llevarla a países recién dibujados, a lugares donde el clima es elegido por el visitante, oasis de fiesta perenne, de permisión total, de pulsera vip con todo incluido. Ella creyó palabra por palabra; en cada nueva revelación una noche de colchón, en cada quimera futura un amor de urgencia en la toilette del aeropuerto. Pero la pirámide se derrumbó el día que -amorosamente- quiso deshacer su maleta tras uno de los viajes, descubriendo que no transportaba fábulas de paraísos tropicales ni algoritmos de latitudes atlánticas, en su lugar guardaba un alijo de bragas ajenas (trofeos o fetiches, vete tú a saber). Lola abrió sus enormes ojos, quería lograr a toda costa que se le borraran las polaroids de desiertos lluviosos, de glaciares derretidos en chocolate caliente, de mentiras y más mentiras.

Ahora anda medio liada con un imaginante fronterizo que memoriza novelas de tres líneas, que es iconoclasta por naturaleza, que no venera ningún ídolo, ni divino ni secular, que abjura de cualquier imagen italiana que represente el más allá. Es un hombre que sueña en papiamento, que habla spanglish y que firma en español. En los ojos felinos de Lola se adivina un campo de amapolas donde –de momento- los vientos juegan al tres en raya.

Lola no quiere leer el libro nonato que él está escribiendo. Lola tiene bastante en recontranegarse a dejar caer en el olvido un tuit orwelliano que siempre recordará: El corazón es mi puta preferida.

Si yo pudiera mirarla en este momento directamente a los ojos vería un galeón pirata con todas sus lombardas dispuestas a cañonear lo que sea, a quien sea, incluso a ella misma.


Filmografía: Der blaue Engel, Marlene Dietrich.

Banda Sonora: Una historia de Alvite, Ismael Serrano.

Libro de cabecera:  María Dos Prazeres, (séptimo cuento peregrino) G. García Márquez.

EL CÍRCULO

A veces el círculo era ella, otras veces era yo, aunque nunca llegamos a coincidir los dos en uno mismo. Olvidado estaba el período de la creación del círculo; empezó a formarse hace mucho tiempo, muy lejos, y con la distancia no se apreciaba su fino contorno, que ya pudiera estar fabricado de ladrillo entrecruzado o dibujado con fina tiza escolar. No me dí cuenta de su presencia hasta que me encontré dentro de él. Al principio lo confundí con el tiempo, creía que el círculo era el pasado y que lo recordaba a medida que me alejaba; también se me presentó como el futuro, enclaustrado en su redondez, y que yo debía alcanzar para vivirlo y liberarlo. Llegó a ser tan nítido y, a la vez, tan difícil de definir.

Pero en el principio de los círculos estábamos y yo, engañándonos con eclosionar en nuestras prisiones. Me odié por no poder entrar dentro de tu círculo. Aprendí a moverme dentro de mi desierto acotado para aproximarme a ti. Acumulé tanto rencor que incluso pensé en matarlo, ignorando que mi círculo era mi vida.

Lo peor era cuando los círculos se superponían pero no llegaban a fundirse, hasta que acepté que cada uno pertenecíamos a círculos distintos, plurales, un círculo diferente para cada uno. Diferente en verbo, diferente en tamaño, diferente en voltaje, nuestros círculos giraban y giraban en espiral para volverme loco.  Mi círculo se hacía inmenso para hacerme creer que ya estaba fuera de él, y corría irrealmente para poder llegar hasta el tuyo, sin saber que nunca saldría del mío.

Los círculos me han perseguido desde pequeño, desde que aprendí a diferenciar los colores y las formas. Las aristas y los vértices de cualquier objeto permitían un punto de sujeción para retenerlos. Pero en cambio el círculo, o las esferas, se hacían esquivos a mis pequeñas manos y desistía de su amaestramiento.

La obsesión por lo redondo es perpetua: los donuts, las canicas, las bolitas de anís, el cero de la bandeja de entrada. La mayoría de las letras de cualquier alfabeto poseen círculos o porciones de ellos, las monedas son redondas desde las fechas de los reyes consuetudinarios. Los ciclos lunares, las ruedas que mueven la historia del mundo, el volante de mi coche, las pupilas de tus ojos, los anillos matrimoniales, el final rosado de tu pezón, los balones de fútbol, este fatigado planeta, incluso tu culo apretado por esos tejanos es bastante redondo. Todo posee relación con el círculo.

Con el paso de los siglos, aprendí a dominarlo, hacerlo girar en tu orbita, hacerlo crecer para avasallar a otros círculos, hacerlo disminuir para camuflarme y espiarte, hacerlo bailar como un tiovivo, hacerlo parar como el sol incandescente de un mediodía sureño. Engañarlo, mentirlo, crearlo y variarlo en un juego infinito, formar parte de ese círculo con todos mis átomos, abandonarlo con todo mi desprecio para no llegar a formar parte de su identidad, cambiar el valor del número µ (Pi) para no poder calcular nunca su área. Cuando todos los movimientos y efectos de mi círculo provenían de mi voluntad, fue en ese momento cuando decidí acabar con él, aún sabiendo que no te volvería a ver más.

Logré agrandar el diámetro de mi círculo infinitamente, hasta que su radio fue  proporcional al tiempo que se tarda en deletrear mil veces las dos letras que componen tu nombre. Lo tuve algunos días engañado con su enormidad. Luego cambié la estrategia: fui llamándote a distintas velocidades, encogiendo inversamente y a la misma vez su perímetro, que se ceñía concéntricamente, en cada reducción, a mi cuerpo. Hasta la última vez que (rápidamente) te pronuncié. Entonces el agonizante círculo solo fue un punto -¿redondo?- que había desaparecido junto a ti cuando ya había estrangulado mi cuello.

Por círculos de los círculos, amén.

NOTA: hay otra versión de este texto, primaria, canalla y espontanea, donde no incluí las tres primeras letras de la palabra que tanto se repite.

Obvio que no aprobé geometría, me pasé todo el semestre mirando el círculo de la profesora.

EPITAFIO

Que el amor no existe, es de cajón; que huele y sabe a mierda, todo el mundo lo ha comprobado. Entonces por qué te obsesionas en preguntarme si te quiero.

Nunca elijo las palabras cuando hablo o cuando escribo. Un bocazas o un aventurero, según se mire. Por eso es mejor que no me sigas preguntando, no vaya a ser que un día (harto de tu interrogatorio) te diga que sí, que te quiero, que te amo, que me bebo tu aliento, que me como tus suspiros. Entonces se acabará todo.

Y más ahora, que veo como los almanaques avanzan imparables, como si utilizaran combustible nuclear. No tengo tiempo de cambiar locura por cariño.

Como aquella otra compañera de colchón que me echaba en cara que nunca le escribía nada, que solamente me inspiraban los fracasos y los desagües, los culos ajenos y los desastres propios.

Insistió tanto que al final le escribí mi epitafio: te prometo que es mentira todo lo que te prometí.

Un minuto después vació sus cajones de bragas y mi billetera de dinero, lleno su bolso con recuerdos y mi portátil con virus, llamó a un taxi con su teléfono y a su amiga de Washington con el mío.

Ahora vive con un tipo que seguramente tiene todo más grande: la casa, el coche, el ego y hasta la polla. Sobreviví al desahucio inverso, aunque me quedó una fobia a las frases de dos palabras, como la de su despedida: ¡¡ jódete cabrón !! (1)

(no se merecía ni que le escribiera un pos-it fosforito en la nevera)

(1) Creo que desde entonces me viene la manía de duplicar verbos y adjetivos, para evitar frases binarias.

TATOO

Ella eligió para su omóplato derecho una ninfa violeta aleteando picaronamente sobre una ola difuminada en azul turquesa, pero el tatuador añadió y camufló un delfín dorado, escondido perfectamente entre la espuma blanca del mar. Era su firma de artista canalla. (Está muy harto de tanta treintañera egocéntrica de culito respingón)

Ella viaja en tren dos veces al día, de Mataró a Barcelona por la mañana y de Barcelona a Mataró por la noche. A la altura de Montgat, allí donde las vías casi rozan la playa, el vagón en el que va sentada empieza a humedecerse con un salitre travieso, se escucha el rumor sordo de un rompeolas invisible, y se presiente un chapoteo obsceno bajo los asientos.

Ella tendrá un sarpullido dulce y pigmentado sobre la espalda cada vez que baje del tren, pensará que es alérgica a los polizones sin ticket, a los senegaleses silenciosos. Pero se equivoca completamente, el delfín es el culpable de todo, que quiere escapar, como sea, del acuario epitelial, que se excita hasta enloquecer con los aromas mnemónicos del mar.