OCASO Y DECADENCIA

A Tatiana, por su tozudez

A partir del año de las luces, en el dos mil y muchos, las mujeres decidieron que ya no parirían más hijos por el método tradicional. Como la ciencia no era capaz de repartir la tarea gestante entre ambos géneros ellas resolvieron olvidarse del embarazo nuevemesino, del parto doloroso, y del amamantamiento bisiesto. Dedicarían su tiempo de sexo al puro placer de follar, conservando la figura juvenil de las mises venezolanas. Señoras de cincuenta y tantos más ricas que el arroz con leche y el pan con chocolate. En décadas venideras exuberantes colectivos de milf’s desbancaron a centenarios lobbys patriarcales en el establishment influyente del poder; fue la emancipación femenina más brutal de la historia, más incluso que la del sufragio universal.

Los bebés se engendrarían en botes de confitura. Las niñas en delicados envases de cristal con sabor a fresa. Los niños en industriales tetrabriks de aluminio reciclado con aroma de naranja amarga. Todo siempre con un complicado sistema de ingeniería genética, cientos de asépticos laboratorios llenos de investigadores especializados en la combinación quinielística de los cromosomas, y la potra increíble de haber acertado la misteriosa escritura del ADN a la primera.

Grandes recintos de fertilidad vítrea, con enfermeras sexys de minifalda para los niños, con machotes enfermeros de torso depilado para las niñas, y solteros vírgenes pelirrojos e imberbes para los neutros;  hilo musical de fondo, un Maluma fondón y con entradas cantando gilipolleces a las féminas, una BeckyG exactamente igual que a sus veinte abriles inculcando subliminalmente el sexo oral a los varones.

Al ladito de las estancias de fecundación, construyeron enormes salas de lactancia, cada pequeño frasco de mermelada y cada liviano tetrabrick conectado a una ordeñadora vacuna particular. Las vacas acabaron esquizofrénicas, definitivamente se volvieron locas al ver el rumbo que seguía la humanidad.

A fuerza de no utilizarlos, las mujeres perdieron matriz, ovarios y cualquier vestigio del aparato reproductor, hasta la puta menstruación desapareció. Ese feliz hito les llevó a patrocinar ellas mismas fuegos artificiales durante meses. También, por falta de usos maternales, se les achicaron los senos hasta casi perderlos, las diestras el pecho izquierdo, las zurdas el pecho derecho, por aquello de la simetría cerebral.

 

En las fronteras del sur (1) quedaban las últimas putas con dos tetas generosas y con ganas de yacer por el simple -y remunerado- acto de tener descendencia, ilegalmente claro. Las tarifas de sus servicios eran auténticas fortunas,que sólo podían pagar los univitelinos de la última generación.

 

(1) N del A. El sur siempre será la vía de escape, la última oportunidad, de la Humanidad.

YO ODIO A BRUCE WILLIS

Bruce Willis cae bien a todo el mundo pero yo le profeso odio.

Lo odio porque nunca se acatarra aunque se bañe en cueros en medio del Antártico. Lo odio porque tipos con puños galvanizados le dan la de dios es cristo y poco después reaparece guapetón y recién afeitado. Lo odio porque se tiró a Demi Moore en su mejor época. Lo odio porque envejece bien el muy cabrón. Lo odio porque en las entrevistas sabe quedar convincente diciendo que no le interesa el dinero. ¡Ya! Y yo me lo creo; por eso continúa jugando sobre seguro, por eso continúa interpretando a John McClane en la saga Die Hard (Jungla de Cristal). Lo odio.

Pero mi odio va más allá de desearle un simple prurito anal.

Quiero y anhelo que algún guionista sea capaz de hacérselas pasar putas en su próxima peli. Debería ir al baño ocho o diez veces durante las dos horas que está en pantalla, para que podamos comprobar que su próstata le jode igual a él que a cualquier sesentón. Debería padecer la típica presbicia de su edad y equivocarse a la hora de cortar el cable rojo que desactiva una bomba en el último segundo. Debería dejar de ser tan superhéroe.

Sigamos con la bomba, que me ha gustado:

 

[SITUACION – EXTERIOR DIA]

Un tipo -terrorista de origen árabe, o un antiguo enemigo de otra peli, o quizás un chalado defensor de causas inverosímiles- coloca una bomba en un colegio del estado norteamericano de Minnesota (Michigan, Missouri o Mississippi también podrían ser posibles escenarios, me gustan los nombres de esos sitios). Un reloj digital sobre el artefacto explosivo inicia la cuenta atrás. Crudo Invierno. Carreteras nevadas. El equipo policial de desactivación se queda atascado por una avería de su todoterreno a dos kilómetros. El fatídico contador sigue abreviando los segundos. Bruce Willis, sin pensarlo y en mangas de camisa, se lanza hacia la escuela metiéndose hasta la cintura entre la nieve helada. Antes de llegar a la escuela hay una gatito atrapado en lo alto de un árbol. Una mujer, gordita, gringa, repelente, llora desconsolada. Él se detiene a rescatar al minino, sabe que tiene tiempo de sobra, sabe que desactivará la bomba en el último instante, ya lo ha hecho otras veces, en otras películas.

 

[SITUACION – INTERIOR DIA]

Por fin dentro del colegio. Una maestra y quince niños de entre seis y doce años. La maestra -rubia de tetas escasas y apellido irlandés, o morena de sonrisa perfecta y acento mexicano- casualmente había sido su novia en el primer año de universidad, después se perdieron el rastro porque Bruce estaba ocupado poniendo orden en el mundo con métodos poco ortodoxos. Los niños –hijos casi todos de padres divorciados que han olvidado ir a recogerlos- se reparten así: cinco rubios, cuatro morenos, dos afros, un hispano, un mohicano, una asiática y una pelirroja con brakets en los dientes. En cualquier aula de Minneapolis sería la proporción correcta, en pantalla hay que respetar las cuotas minoritarias.

Después de un flash-back rememorando dulces momentos con la rubia de tetas escasas o con la morena de sonrisa perfecta, después de calmar a los niños haciéndoles el viejo truco de sacarles una moneda detrás de la oreja, después de mirar a través de la ventana por si llegan los artificieros (que saben inutilizar bombas nucleares pero no son capaces de hacerle el puente a cualquier camioneta que se encuentren). Después de todas estas simplezas se pone manos a la obra. Bruce sabe que es fácil. Únicamente ha de cortar el cable rojo, o cortar el cable azul si el capitán le dice por el intercomunicador que corte el rojo. Abre la bomba y el guionista me hace el favor de poner cuarenta y ocho cables, todos rojos. El fatídico segundero apura el margen de maniobra. Bruce no sabe qué hacer, mira el reloj, mira a la rubia de tetas escasas o la morena de sonrisa perfecta, mira a los niños, todos calladitos, expectantes, confiados, sonrientes. Solamente tiene una opción, la más dramática, la más segura (segundo favor del guionista): Bruce sale corriendo del edificio con el tiempo justo para llegar afuera (salvándose cobardemente) y ver como el colegio explota en mil pedazos. Mueren los niños, muere la maestra, muere un bedel dormilón que estaba escondido en el sótano, muere una pareja de ancianos que viven en la casa de atrás, mueren los artificieros que han tardado media hora en hacer el mismo camino que Bruce hizo en cinco minutos, y hasta muere el gato travieso que se había vuelto a escapar para subirse a lo alto de la bomba.

Y aquí acaba la brillante trayectoria cinematográfica de Bruce Willis.

Odio a Bruce Willis porque yo no puedo ser Bruce Willis.

 bruce-mel-luis

Nota 1: Ándate con ojo Mel Gibson, que vas por el mismo camino que Bruce Willis, algunas de tus buenas películas se diluyen en la memoria cuando recuerdo la trilogía de Arma Letal (Lethal Weapon), te salva y a la misma vez te hunde que estás como un cencerro, que cumples todos los requisitos para naufragar tú solito (antisemitismo, homofobia, católico tradicionalista, alcohólico, fumador empedernido)

Nota 2: Admiro a Luis Tosar en Malamadre, él se hubiera meado en la bomba, hubiera hecho callar a los niños con una voz, hubiera sodomizado al bedel, a la rubia y a la morena, y después se habría fumado un cigarro habano saltándose cualquier ley antitabaco televisiva