EL CANTO DEL CISNE (el boxeador)

Una falsa leyenda popular asegura que el cisne canta solamente durante los pocos minutos que preceden a su muerte.

Antes

El sabor a sangre oxidada en la boca al despertarse indicaba que el final de su carrera pugilística estaba próximo, el no dormir más que unos minutos cada noche presagiaba un desenlace con nombre y apellidos: tumor y estás bien jodido.

Y la decisión fue que aquella misma velada quemaría sus naves.

Quizás le hubiese convenido fijarse en cualquier otra mujer; ya le había ido mal liándose con una de aquellas indias arapahoes que vinieron desde las llanuras orientales de Colorado hasta los cayos meridionales de la Florida en busca de hombres vestidos con piel de búfalo, y solamente encontraron navegantes desalmados. Le fue mucho peor aventurándose con  aquella meretriz asiática que sabía destensar los somieres de los burdeles portuarios sin perder ni la risa ni la compostura, que sabía originar huracanes con sus orgasmos y éstos desbarataban los zoológicos dejando que las jirafas y las panteras camparan a sus anchas por el Brooklyn Bridge hasta desembocar en Manhattan. Podría haberse enamorado (si hubiese creído en la existencia de ese sentimiento) de cualquiera de aquellas diosas aceitunadas que llegaron nadando desde el Pacífico hasta el Atlántico siguiendo las rutas inversas de los manatíes. Podría haberse enredado con cualquier hembra que estuviese dispuesta a lamer sus heridas y algo más.

 ¡¡Pero no!!

Su puto corazón de boxeador ya decidió; se obstinó en encapricharse de aquella criolla blancuzca que paseaba los cartones numerados por el cuadrilátero cada tres minutos, la dueña de los descansos entre paliza y paliza. Antes de saltar al ring había hablado con ella por primera vez. Llevaba muchos combates perdidos deseándola, pero nunca se atrevió a decirle nada. Hoy por fin sí: la invitó al cine. Pero ella fue cruel: “únicamente salgo con ganadores, darling.”

Durante

El contrincante sacudía duro, muy duro, demasiado duro. Golpes directos a la cara, al pecho, al costado. El viejo boxeador aguantaba la tanda de puñetazos y no perdía de vista a la chica del round: ella es muy bonita, pelo castaño no farmacológico, una sonrisa natural y sin cosmética, de tetas injustamente atesoradas y apretadas por el sujetador, unas piernas larguísimas con pantaloncito blanco corto, muy corto, y lo mejor de todo: aquellos ojos verde madreselva que componían amaneceres y atardeceres en cada mirada, en cada parpadeo.

Seguían lloviendo ostias sin descanso. El boxeador no lograba respirar, las tripas bombeaban la bilis directamente a la garganta. No podía ver bien, sus ojos tristes únicamente distinguían un rectángulo nublado de tres vértices: el rival salvaje que tenía delante, la chica del round, y la toalla que podría acabar con todo el sufrimiento. El enemigo seguía haciendo su trabajo, castigando arriba y abajo, derecha, derecha e izquierda. Las rodillas le temblaban y la esperanza de ir al cine acompañado por aquellos ojos de mirada de gata no domesticada, acompañado por aquellas piernas de centímetros prometedores, cada vez quedaba más lejos.

El inminente perdedor lanzó su último ataque, el más desesperado. Empezó a tararear algo, una melodía sin compases pero bella, sin ritmo pero armoniosa, sin entonación pero encadenada, porque aquella también era la primera vez que cantaba. Se masticó la lengua hasta que una papilla visceral rebosó desde los labios hasta la lona. Escupió el páncreas y un pulmón por la boca exhalando un aliento caliente de azufre a la misma vez. Se clavó su propio esternón en la frente convirtiéndose en un unicornio diabólico y lacerado. El costillar, libre de anclajes, se abrió en todo su volumen como la cola de un pavo real del Averno. Se arrancó un trozo de intestino dejándolo trenzado entre las cuerdas del ring, se ató las rotulas de las rodillas con sus propios tendones, se dio la vuelta a la piel de la cara y del cráneo mostrando su lado más fiero. Fue cambiando el dolor de sitio hasta que lo escondió dentro de sus guantes. Entonces arremetió con todas sus fuerzas.

Silencio entre la jauría del público e infartos entre los jueces. En el hilo musical resucitaron a Robbie Williams con su antiguo tema Rock DJ.  El tiempo se paró unas décimas y el adversario se extasió un segundo ante aquel horror, momento en que recibió un perfecto nocaut relámpago que lo derribó.

El viejo boxeador dejó de respirar en el instante exacto en que el árbitro vomitaba mientras iniciaba el conteo: nine, eight, seven, six, five, four, three, two, one …

 Victoria por KO.

 Después

La tarde siguiente, domingo, el viejo boxeador se plantó en la puerta del cine con un ramo de flores en una mano y el corazón en la otra, no es ninguna metáfora: lo sujetaba inerte enredado en las uñas. Hoy reinauguraban aquel cine de barrio, lo hacían con una sesión doble del siglo pasado, primero reponían un clásico: El Maquinista de la General, con el Buster Keaton más mudo y más triste de todos los tiempos,  y terminaban con La Reina de África, donde un desconocido Humphrey Bogart tenía la dulce altanería de Katharine Hepburn circulando por el tuétano de sus huesos.

Estuvo allí varias horas, sin cara, sin hígados, sin pulmón, sin vientre, sin respirar, sin poder tragar, pero con dos entradas de anfiteatro. La estuvo esperando hasta el anochecer, en pie; muerto.

Ella no cumplió su palabra. 

 

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