EL VIENTO ARU

Fuera de la casa hay ruido. Silbidos como de gato encelado. Trasiego como de contrabando guajiro. O los puercos que siguen, bien entrada la noche, profanando las raíces del castaño donde está amarrado el primero de los Buendía.

—Es el viento aru, niña. Los alisios.

Pero la niña sabe que no. No es aire, son duendes.

Todo el mundo cree (sobretodo en el imaginario popular cundinamarqués ) que cuando los duendes de la selva acechan por la noche basta con salir al patio y azuzar el aire con un palo de escoba, basta con repetir un salmo chibcha a los cuatro puntos cardinales.

Todo el mundo cree. La niña no.

Por eso entorna sus ojos chicos para vigilar los quejidos de las vigas y los carraspeos del tejado. Es justo por ahí que intentan filtrarse esos pendejos. No sería la primera vez que se cuelan e intentan robar un niño para vendérselo al primer circo ambulante que encuentran, a onza y cuarto de chocolate el kilo de niño. No sería la primera vez que tiene que pelear para que no se lleven a Gordito, el menor de veintisiete hermanos , atascada su redondez en el artesonado. Ella tirando de sus bracitos desde dentro de la casa y los duendes colgando de sus pies desde fuera.

Mientras tanto un adulto hace el bobo entre matas de frailejones, levanta un palo en la obscuridad y mastica insultos en criollo olvidado.


La historia sucedió a finales del XX.

Hoy Gordito vende coches de segunda mano en un concesionario de la periferia. Un abuelo ignorante saca su bastón las noches de vendaval mientras babea las sagradas escrituras en una lengua que nadie entiende. Y la niña, que ya no es tan niña, continúa pendiente de no encontrar a ninguna de sus hijas con la mitad del cuerpo tras la cornisa del los techos.



Para A., a quien nunca perdonaré que me bajara del caballo a G.G.Márquez

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